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El cambio climático ya no es una amenaza, es un hecho. La desertización avanza imparable, al mismo tiempo que desaparecen los últimos bosques tropicales húmedos, se destruye la biodiversidad y se incrementan las plagas y pandemias. A pesar de su generosidad, la Tierra no puede soportar nuestro modelo predador de producción, distribución y consumo. Pero nadie quiere verlo. ¿Será éste el fin de nuestra especie?
Efecto invernadero, alteraciones climáticas, deshielo, subida del nivel de los mares, aumento de intensidad en fenómenos naturales (huracanes, incendios, inundaciones), pérdida de biodiversidad, sobrepoblación, contaminación y un largo etc., parecen estar cada vez más presentes en los titulares de todo el mundo.
Y si bien muchos aún se niegan a reconocer el impacto de nuestras acciones sobre el planeta, lo cierto es que hasta se ha adoptado un término científico y geológico —aún no formalizado— para definir esta clase de impacto global de las actividades humanas sobre los ecosistemas terrestres: Antropoceno.
A continuación, repasaremos una inquietante hipótesis que afirma que nuestro planeta ya podría estar reaccionando, tal como si fuera un ser vivo, ante el maltrato por parte de la humanidad, activando terribles pero efectivos mecanismos de defensa.
Hace aproximadamente cincuenta años, unos estudios llevados a cabo por el científico británico James Lovelock por encargo de la NASA, con el fin de determinar la posibilidad de encontrar vida en el planeta Marte, desembocaron en una teoría científica que, curiosamente, la ciencia académica y los «guardianes» del Progreso se negaron a escuchar en aquel entonces.
La llamada Hipótesis Gaia, ya conocida por la mayoría de nuestros lectores, consiste en verificar que lo que llamamos vida se origina a través de la inestabilidad esencial de los elementos químicos componentes de la materia, que siempre actúan y se combinan obedeciendo a una tendencia general a equilibrarse, hasta alcanzar el estatismo que interrumpirá toda su actividad. La vida existe mientras subsiste este dinamismo desestabilizador y actúa la diferencia de potencial que mantiene activo el trasiego de radiaciones en colisión. Pero tal actividad no es anárquica, sino que la rige una especie de inteligencia planetaria que regula su actividad, creando los mecanismos artífices de la evolución vital.
La Hipótesis Gaia nos descubre cómo la Tierra, utilizando sus propias energías y aprovechando las radiaciones que las producen, es capaz de protegerse a sí misma de las agresiones que amenazan constantemente su proceso de generación de la vida, a la vez que recibe los ataques de otras radiaciones enfrentadas, tanto las que actúan desde el Cosmos como las puestas en actividad por la Humanidad misma: la energía nuclear, la electromagnética y las producidas por las agresiones de todo tipo a las que el hombre somete al planeta para extraerle sus recursos, como la deforestación de bosques, desecación de acuíferos para aprovechar los recursos hídricos, contaminación creciente del medio ambiente, recurso sistemático a la sustitución de productos de origen natural por síntesis industriales de sus componentes, transformación de los ecosistemas y, más recientemente, manipulación genética del diseño básico que determina las características vitales.
Grupos de presión preocupados por las consecuencias de estas agresiones, colectivos ecologistas sobre todo, han visto en éstas una amenaza a la supervivencia del planeta, cuya destrucción apocalíptica se viene anunciando y denunciando a través de su oposición activa a los ataques de estas fuerzas que atentan contra la pervivencia. Insisten en el deterioro irreparable de la Tierra y en la amenaza que pende sobre nosotros si el planeta se convierte, a corto o medio plazo, en un lugar muerto, donde la vida se haga imposible para las diversas especies y, sobre todo, para la Humanidad.
Frente a esta idea se alza la convicción, no por distinta menos amenazadora, que sostienen los defensores de la Hipótesis Gaia.
No es el planeta el que corremos el peligro de destruir con nuestras agresiones a favor de un progreso devastador, sino la propia supervivencia de la Humanidad, a causa de nuestro afán por abusar de los recursos de la Tierra.
Gaia, dicen, ha demostrado con creces su capacidad de recuperación para enfrentarse a las amenazas cósmicas que le llegan desde el espacio exterior. De hecho, nos ha protegido de ellas hasta que nosotros mismos hemos comenzado a constituir una amenaza aún mayor contra los escudos protectores creados por el planeta mismo —como la capa de ozono— que permiten el desarrollo de todo lo viviente sin exponerlo a los peligros cósmicos. Es esa capacidad defensiva la que estamos debilitando con nuestra constante conducta salvaje hacia el medio ambiente.
Empleando un símil perfectamente válido, que puede evitarnos disquisiciones difíciles de asimilar: podemos llegar con nuestras agresiones a «molestar» en exceso la buena marcha de equilibrio vital de la Tierra, obligando a la inteligencia planetaria a buscar un remedio que la libere de su deterioro progresivo y hasta de su destrucción.
Podemos estar seguros de que la Tierra es capaz de revolverse contra sus propias criaturas, si resultan dañinas para el mantenimiento de la vida y hasta de deshacerse de ellas y sustituirlas por otras fórmulas vitales más acordes con el programa evolutivo que ofrece el concierto cósmico, de que los seres humanos constituimos apenas un espécimen sin importancia, por mucho que nos queramos adjudicar —con el orgullo propio de una civilización que creemos superdesarrollada— el cénit del progreso.
Para la Tierra —para Gaia— somos elementos contingentes, de los que cabe prescindir si amenazan la estabilidad de la existencia misma.
Estudios que se han llevando a cabo discretamente en centros de investigación de todo el mundo, demuestran que existe una íntima relación entre las radiaciones de la Tierra y sus consecuencias en la salud humana, y hasta, a menudo, sobre los estados alterados de consciencia.
Lugares específicamente propicios a fenómenos sísmicos o enclaves donde corrimientos del terreno originaron contactos de distinto signo, generan —en las zonas afectadas— diferencias de potencias imposibles de detectar sin instrumentos de alta precisión. Estos lugares son capaces de influir en personas con una especial sensibilidad, provocando en ellas alteraciones fisiológicas y biológicas que van desde crisis cardiovasculares, embolias y otros trastornos menores, como cefaleas y crisis nerviosas, hasta auténticos estados alterados de conciencia que pueden originar experiencias de carácter místico, visiones y otros fenómenos de tipo paranormal.
Lo que estas investigaciones no han llegado a establecer, a causa del poco tiempo transcurrido desde que han comenzado a suscitar interés, es el posible incremento de los trastornos que producen.
Sin embargo, ese interés que han suscitado inclina a pensar que ha habido en los últimos años un notable aumento de estos problemas, lo que nos lleva a la sospecha de que han surgido factores de transformación que los han agravado.
De ahí a sugerir que en estas anomalías está interviniendo la degradación ambiental provocada por el hombre va un paso. Como un paso media, sin duda, entre el creciente deterioro alimentario al que estamos sometidos —alimentos basura, utilización indiscriminada de conservantes, incremento de los cultivos transgénicos y de otras manipulaciones genéticas— y la alarmante aparición de nuevas enfermedades y de variantes malignizadas de otras —como cepas increíblemente contagiosas de coronavirus—, tan viejas ya como la Humanidad.
«El hombre adora a un Dios invisible y destruye la Naturaleza visible; sin darse cuenta que esta Naturaleza que destruye es el Dios que adora».
—Hubert Reeves, astrofísico canadiense.#dios #god #naturaleza #nature #pachamama #planeta #gaia #frases #citas pic.twitter.com/gK6R1pEpNP
— Mystery Planet (@MysteryPlanet) July 17, 2019
Cabe pensar que la madre Gaia ha comenzado a sacudirse la presencia de unos hijos que han abusado y siguen abusando hasta las heces de los favores que nos concede.
Si nos llegaremos a dar cuenta, a tiempo de corregir los ataques tecnológicos a los que todos estamos sometidos, o si nos extinguiremos plácidamente en la teología de ese «Progreso» que hemos convertido casi en la razón fundamental de la existencia, eso es algo que nos va a aclarar el transcurrir de este siglo XXI, cuyos vaticinios para su final por ahora no son nada alentadores.
Por Juan G. Atienza. Edición: MP.
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1 comentario
5:01
" EL HOMBRE ADORA A UN DIOS INVISIBLE Y DESTRUYE LA NATURALEZA VISIBLE ....SIN DARSE CUENTA QUE ESTA NATURALEZA QUE DESTRUYE ES EL DIOS QUE ADORA " .......genial esta frase felicitaciones!
Responder