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Para los escépticos el reino perdido del Paititi no es mas que una fantasía, un refugio psicológico de los antiguos cusqueños para depositar la frustración de su derrota. Sin embargo, hay otros que no descartan la posibilidad de su existencia real, aportando evidencia tras largos viajes de exploración.
El reino del Paititi habría sido un conjunto de ciudades conectadas a la red de túneles andinos, que sirvieron como último refugio para los supervivientes del Imperio Incaico, cuyo origen se remontaría a la noche de los tiempos. En Paititi, según el relato de los ancianos de los Andes, vive el Inca Rey soberano Intipchurrin (Hijo del Sol), quien aún reina en silencio, preparándose para restaurar el interrumpido orden del universo.
Aquel lugar fue la última avanzada que alcanzaron, cien años antes de la llegada europea, los ejércitos imperiales del Inca Túpac Yupanqui. La difícil geografía y la resistencia de las tribus locales llevaron al Inca a pactar con el Gran Padre (Yaya), señor del Paititi. En memoria de tal acuerdo, se erigió una ciudad en la meseta del Pantiacolla, conectada con Paucartambo por siete depósitos de aprovisionamiento (tambos). Al pie de la ciudad se habría construido una laguna negra y cuadrada, de la que partía un camino de lajas que la conectaba con el asentamiento.
La ciudad se hallaba en el nacimiento de un río que caía hacia un abismo, dando lugar a una exótica cascada. La montaña estaba atravesada de lado a lado por profundas cavernas con múltiples ramificaciones. Este laberinto formaba parte de lo que los lugareños reconocían como un santuario, ya que del interior de las grutas se veían salir hombres muy altos, vestidos con túnicas blancas: los primeros guardianes, llamados Paco-Pacuris, supervivientes de una civilización altamente desarrollada que se habría extendido, en tiempos remotos, por toda la región amazónica —desde la vertiente de la cordillera oriental hasta la confluencia de los ríos Madre de Dios y Beni, en Bolivia— y que habría sido arrasada por una gran inundación provocada por las últimas deglaciaciones.
La ciudad construida se llamó Paiquinquin Qosqo, que significa ‘la ciudad gemela al Cuzco’, y se encontraba al final de un cañón recóndito, en un valle con forma de cono volcánico y un microclima propio. Según el misionero Francisco de Cale (1686), al Paititi se llega tras cinco días de marcha desde el Cuzco.
La gran serpiente Amaru-mayo —antiguo nombre del río Madre de Dios— se interna en una región temida por los quechuas. Este ofidio imaginario de proporciones descomunales era considerado un dios, y su cauce se alimenta de una decena de ríos. Apucantiti es la última gran montaña desde la cual se divisa todo. Aquí comienza el legendario Valle Prohibido de la Luna Azul, refugio de los Amaru, u «hombres serpiente», quienes emigraron hace más de quinientos años, tras el derrumbe del Imperio del Sol.
Culturalmente, esta región ha sido uno de los territorios fabulosos de América que despertaron la codicia de los conquistadores europeos. Es así como, en su afán por hallar nuevas riquezas, partió desde el Cuzco a mediados del siglo XVI la primera expedición española en busca del legendario reino del Paititi. Estuvo liderada por Francisco de Aquino, y terminó con resultados desastrosos. Años después, en 1588, otro intento fue encabezado por el hispano Juan Álvarez de Maldonado, quien también encontró un trágico final en su empresa.
Poco tiempo después de estas fallidas expediciones, se descubrió en plena selva cuzqueña una parte de la ciudad incaica de Vilcabamba «La Grande» —también conocida como la «Gran Vilcabamba»—, que se encontraba incendiada y abandonada. El uso del título «Gran» para este espacio geográfico ha despertado el interés de algunos estudiosos, quienes sugieren que podría responder a una influencia posterior, posiblemente de raíz masónica, ya en el siglo XVIII.
En este enclave se asentaron los últimos cuatro Incas, considerados «rebeldes» por la historia oficial debido a su férrea resistencia frente a la invasión española. Esta lucha se prolongó durante casi setenta años, comenzando con Manco Inca II, quien resistió a los hispanos durante cuatro décadas. A él le sucedió su hijo Sauri Túpac, quien se vio obligado a firmar un tratado de paz en 1561. Este acuerdo fue desconocido poco después por Tito Cusi, quien retomó la lucha que finalmente continuó Túpac Amaru I, hasta ser capturado y decapitado vilmente en el Cuzco. Este último es considerado el ancestro directo de Túpac Amaru II.
De este periodo procede la figura del cronista Juan de Betanzos, designado parlamentario por los capitanes españoles para negociar con los Incas de Vilcabamba. Según el reconocido historiador Raúl Porras Barrenechea, Betanzos trasladó casi literalmente los cantares épicos del Tahuantinsuyo en su obra titulada La Suma y Narración de los Incas, conservada en la biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, en Madrid. A este respecto, en 1987, la historiadora española María del Carmen Martín Rubio descubrió en antiguos archivos de la isla de Mallorca un manuscrito de Betanzos fechado en 1572, donde describe la Vilcabamba que él mismo conoció. No deja de ser curioso que en la misma isla exista una antigua villa llamada «Inca».
Más recientemente, el arqueólogo peruano Mario Polia, tras más de treinta años de estudios sobre civilizaciones prehispánicas, descubrió en los archivos del Vaticano documentos antiguos escritos por misioneros jesuitas. En ellos, los sacerdotes aseguraban haber mantenido contacto en el siglo XVI con pueblos indígenas de la región del Paititi. A lo largo del siglo XVII, el rastro del Gran Paititi cayó en el olvido, pero hacia mediados del siglo XVIII, comenzaron a resurgir los rumores de su existencia, particularmente en el Cuzco.
Durante la rebelión de mayo de 1742, en la ceja de selva central, liderada por el mestizo Juan Santos Atahualpa —a quien también se le atribuyen influencias masónicas—, circulaba el comentario de que «un primo hermano suyo estaba reinando en el Gran Paitití». Así lo consigna el historiador Franklin Pease García Irigoyen en su obra Antecedentes mesiánicos al alzamiento de Túpac Amaru.
En los siglos siguientes, particularmente en el XIX, el mito del Gran Paititi fue cada vez más asociado con la leyenda de «El Dorado», concebido como un lugar repleto de tesoros fabulosos, lo que atrajo nuevas expediciones. Uno de los más célebres buscadores fue el norteamericano Hiram Bingham, quien tras recibir el 4 de abril de 1912 un financiamiento de 10.000 dólares por parte de la National Geographic Society, descubrió Machu Picchu mientras en realidad buscaba el Paititi.
En esa misma dirección, en 1921, el sacerdote Vicente Cenitagoya encontró en la selva de Pusharo —en zona machiguenga— una gigantesca roca de once metros de largo por dos de ancho cubierta de petroglifos, que él describió como «vestigios de una civilización de la que no se tenía noticia». Un año después, el coronel inglés Percy Fawcett y su hijo Jack fueron asesinados por los pueblos selváticos al intentar internarse en esa región en busca del mismo destino mítico.
Detrás del Santuario Mayor del gran templo inca del Coricancha (Templo del Sol), existe una entrada conocida como la Gran Chingana: un túnel que comunica el santuario con la fortaleza de Sacsayhuamán, situada en lo alto de un cerro empinado y construida con piedras de varias toneladas. Este túnel fue utilizado en el siglo XVI, durante la invasión española —que coincidió con la guerra fratricida entre Huáscar y Atahualpa por el control del Imperio Incaico— por el príncipe inca Choque Auqui (el Príncipe Dorado), hermano de ambos.
Según la leyenda, en medio de aquella crisis, Choque Auqui abandonó el palacio de Amarucancha llevando consigo la momia de su padre, el emperador Huayna Cápac, y una estatua del mismo hecha en oro, que contenía su corazón momificado, conocido como Wauke. El príncipe huyó acompañado por sus maestros (Amautas), archiveros (Quipucamayocs), sacerdotes (Willajs), vírgenes del sol (Ajillas), nobles (Orejones) y algunos guerreros, escapando así de la inminente invasión de los hombres de Atahualpa.
Así, ante el inminente colapso de su ciudad, la élite social e intelectual del Cuzco habría fundado un «otro Cuzco», siguiendo el camino de los antiguos, hacia un oasis de paz destinado a salvaguardar los tesoros más sagrados de su civilización. Allí permanecerían, aislados, hasta que el orden cósmico fuera restaurado, y la sabiduría transmitida por los dioses volviera a regir el mundo.
El tesoro resguardado en aquella región apartada no consistía en joyas ni en oro. Paititi custodiaría una estirpe de hijos de dioses, de sacerdotes, así como el conocimiento secreto del culto solar. Allí se oculta la historia ancestral de un pueblo que unió la tierra con el cielo, sintetizando todo el saber de las culturas que lo precedieron.
Las crónicas españolas relatan que Paititi fue construido y habitado después de la caída del Imperio Incaico. El cronista Maúrtua (Crónica, 1677) cuenta que, una vez dominado el Cuzco, uno de sus habitantes fue interrogado:
—¿Dónde está el Inca? —le habría preguntado un español.
—El Inca, la corona y muchas otras cosas más —habría respondido— están en la unión del río Paititi y el río Pamara (desaparecidos en el tiempo), a tres días del río Manu.
Existe un antiguo mapa, realizado en el siglo XVII y conservado en el museo eclesiástico del Cuzco, que fue traducido del quechua por misioneros jesuitas. Sobre el fondo del mapa están dibujados ríos y montañas.
En los márgenes del mapa puede leerse:
«Corazón del corazón, tierra india del Paititi, a cuyas gentes se llama indios: todos los reinos limitan con él, pero él no limita con ninguno».
En el centro, en la parte superior, aparece la siguiente inscripción:
«Estos son los reinos del Paititi, donde se tiene el poder de hacer y desear; donde el burgués solo encontrará comida, y el poeta, tal vez, pueda abrir la puerta cerrada desde antiguo, del más purísimo amor».
Y en la parte inferior derecha, una frase aún más enigmática:
«Aquí puede verse el color del canto de los pájaros invisibles».
Estas frases crípticas alimentan la leyenda. Hasta la fecha, más de diez expediciones han fracasado en su intento por alcanzar este mítico reino. Aviones y helicópteros que se aproximan a la zona sufren extrañas averías o repentinos cambios climáticos. Incluso las fotografías satelitales encuentran el lugar cubierto por espesas nubes. Todo parece indicar que la zona posee una anomalía especial.
Muchas expediciones han recorrido diversos senderos en busca del mítico reino de Paititi. Uno de los más documentados parte desde la ciudad del Cuzco. Desde allí, una carretera pavimentada atraviesa San Jerónimo y llega a Oropesa. Más adelante, se toma un desvío hacia la izquierda que conduce por un camino afirmado de tierra y piedra, el cual serpentea en zigzag por empinadas cuestas andinas. Tras largas horas de viaje, el trayecto lleva a Paucartambo.
Desde este punto, comienza el descenso por la localidad de Tres Cruces, siguiendo el valle de Cosñipata hasta llegar a Pilcopata, donde aún es posible encontrar vestigios del antiguo camino incaico. El recorrido concluye en Shintuya, el último centro civilizado antes de internarse en la selva. Esta pequeña misión dominica, asentada en la región de Madre de Dios, descansa a orillas del río del mismo nombre y marca el inicio de la verdadera travesía hacia lo desconocido.
A partir de Shintuya, el viaje continúa por vía fluvial. En barcas a motor y tras cinco horas de navegación, se alcanza la desembocadura del río Palotoa. A unos quince kilómetros de este punto comienza la caminata a pie, que se adentra profundamente en la espesura. En algún recodo del río se encuentra una aldea Machiguenga; se recomienda establecer el campamento en la orilla opuesta a la aldea principal. Alcanzarla demanda cerca de dos días, y desde allí se debe obtener una autorización para cruzar el río Siskibenia y llegar al enigmático sitio de Pusharo.
Pusharo es un lugar sagrado y clave en muchas de las leyendas sobre el Paititi. Allí se alza una gigantesca pared rocosa cubierta de petroglifos que, según algunos investigadores, constituiría un mapa codificado hacia el reino perdido. Esta formación lítica, ubicada en la margen derecha del río Palotoa —afluente del alto Madre de Dios— presenta signos y figuras cuyo significado sigue siendo un misterio. Los primeros registros del lugar datan de 1921, cuando el padre dominico Vicente de Cenitagoya informó sobre su existencia. Más adelante, el médico y explorador peruano Carlos Neuenschwander Landa analizó los petroglifos y aseguró haber identificado un mándala, quizá de origen sánscrito, encerrado dentro de un círculo. A él se sumaron las investigaciones del padre Torrealba (1970) y del arqueólogo peruano Federico Kauffmann Doig (1980), entre otros.
Pese al interés arqueológico, no se ha logrado establecer una explicación definitiva sobre los diseños de Pusharo, ni su relación con otras culturas conocidas. Su datación también permanece incierta. No obstante, ciertos estudiosos sostienen que esta pared rocosa representa un medio simbólico para alcanzar el mítico Paititi.
Más allá de Pusharo, la ruta se torna aún más misteriosa. En dirección a las nacientes del río Siskibenia se abre un cañón conocido como Maisnique. Según la tradición local, esta zona está prohibida, ya que en ella habitan los llamados «hombres vestidos de blanco». El cañón se extiende por unos cuatro kilómetros y marca el umbral de lo desconocido. Desde allí hasta la meseta de Pantiacolla hay casi cuarenta y cinco kilómetros de selva virgen. Tres días de arduo avance permiten alcanzar el pie de la meseta, donde se vislumbra la entrada de una caverna en forma de corazón, que se hunde en las entrañas de la montaña. A partir de ese punto, el terreno es considerado sagrado y vedado.
De acuerdo con la leyenda, más allá de la caverna se alza un cerro con forma de puño y cinco puntas. Delante de él, otro cerro más; luego, varias caídas de agua. Un poco más allá se encuentra una laguna rectangular, y muy cerca, la ciudad de Pantiacollo: el centro neurálgico del legendario reino de Paititi. Según la tradición, este enclave permanece oculto, protegido por la selva, el misterio y una memoria ancestral que se niega a desaparecer.
Bibliografía:
Por Max Tafur.
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Soy periodista de investigación, he llegado hasta éste blog debido a la valiosa información citada en la obra Descubrimiento del Origen de los Mayas, de mi maestra Ruth Rodríguez Sotomayor (+).