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Desde remotísima antigüedad (siglos X o IX antes de Cristo) han venido recitándose, en Grecia primero y en todo el mundo paulatinamente a medida que la civilización se propagaba, dos hermosos poemas épicos: la Ilíada y la Odisea. Y también desde aquellas remotas edades se admite que ambos poemas se deben al ingenio de Homero, rapsoda ciego, natural de Grecia, quien los habría compuesto y cantado en las calles de su patria, para reclamar luego el óbolo de quienes escuchaban su canción.
Del mismo modo que las tradiciones y leyendas, los versos de ambos poemas fueron retenidos de memoria y transmitidos de generación en generación hasta la introducción, por Cadmo, de la escritura en Grecia, época en que fueron escritos, y luego pulidos y ordenados para que los cantos que forman ambos poemas tuvieran mayor concordancia y unidad. A esto se debe que algunos autores hayan negado la existencia de Homero o afirmado —aun admitiéndola—, que se trata de una recopilación de cantos debidos a distintos aedos (primitivos poetas de Grecia). Contra estas opiniones se levanta airosa la propia obra, cuya estructura demuestra que fue creada siguiendo un plan y desarrollando un argumento. En cuanto a la existencia de Homero, ahí está su obra, y no puede darse testimonio más elocuente. «Por el fruto conoceréis al árbol».
Su nombre deriva de la unión de palabras: O (el), me (no) y oron (verbo ver). Es decir: «El que no ve». Esta deducción está de acuerdo con la ceguera atribuida a Homero por la leyenda.
Con el caso de Colón, Cervantes y otros genios, varias ciudades de su patria se disputan el honor de haber sido la cuna de Homero. Estas ciudades son: Esmirna, Pilos, Colofón, Cos, Quíos, Argos y Atenas. Cada una de ellas ha presentado al debate argumentos y deducciones en abono de su pretendido derecho, pero ninguno de ellos constituye una verdadera prueba documental de carácter irrebatible. Quede, pues, la gloria para Grecia, cuna de la civilización.
También en lo que se refiere a la época del nacimiento de Homero difieren opiniones. Mientras algunos investigadores dicen que nació 24 años después de la guerra de Troya, otros afirman que no fue sino cinco siglos más tarde.
El historiador griego Heródoto dice que Homero vivió alrededor del año 850 antes de Cristo, en tanto que Juvencio, escritor latino de la Edad Media, lo sitúa en el siglo X de la misma era. Posteriores investigaciones han permitido llegar a la conclusión de que la Ilíada en primer término, y la Odisea con inmediata posteridad, fueron dadas a conocer en Quíos entre los siglos X y IX antes de Cristo, por lo cual Acusilao, Simónides, Tucídides y Píndaro han afirmado que fue Quíos la verdadera ciudad donde nació Homero.
Sean cuales fueren la cuna, la época en que vivió y el origen del nombre del rapsoda, lo importante es que los poemas existen y son bellos. Queden esas rebuscas y sutilezas para los eruditos. Entretanto evoquemos con la imaginación al andrajoso trovador ciego que va, de mano del lazarillo, cantando sus epopeyas en sonoros versos. En versos tan puros, tan llenos de armonía, de contenido heroico y de ática gracia que han perdurado triunfal y gloriosamente a través de los siglos.
La Odisea (de Odiseo, nombre griego del héroe a quien se conoce más por el latino Ulises) es el segundo en orden cronológico de aparición de los dos grandes poemas homéricos, el primero de los cuales es la Ilíada.
Narra Homero en la Odisea los trabajos y sufrimientos a que, por voluntad de los dioses, fue sometido Ulises, rey de Ítaca, cuando vencida y arrasada la ciudad de Troya por las huestes griegas, después de diez años de infructuoso sitio, se embarca en sus naves de regreso a la patria.
Y no obstante ser un relato con asunto propio, el célebre aedo hace frecuentes alusiones a los hechos acaecidos durante la guerra de Troya, y los hombres y los dioses que participaron en ella. Conviene, pues, conocer las incidencias de la famosa epopeya, precisamente, el argumento de la Ilíada.
Alrededor del año 1260 a.C., el príncipe París, hijo de Príamo, rey de Troya, se alojó durante uno de sus viajes en el palacio de Menelao, rey de Esparta. Traicionando la hospitalidad de Menelao, París robó a Helena, esposa del rey de Esparta, y la llevó consigo a Troya.
Menelao era fuerte y valiente. Ante el ultraje recibido pidió ayuda a los reyes sus vecinos para formar un gran ejército capaz de combatir con el troyano, famoso por su capacidad guerrera. Muchos de ellos acudieron al llamado de Menelao, entre otros: Aquiles, Ayax, Idomeneo, Ulises y Agamenón. Este último, rey de Micenas, era hermano de Menelao, y se le confió el mando en jefe de las fuerzas griegas aliadas.
Nueve años duró el sitio de Troya, ciudad que estaba cercada por un alto y ancho muro de piedra, inexpugnable. Fracasados todos los intentos de los griegos para tomar la ciudad, distraían sus ocios en frecuentes incursiones en otros pueblos vecinos, a los que entraban a saco, apoderándose de las riquezas y de los hombres y mujeres jóvenes, a los que sometían a la esclavitud.
Durante una de las depredaciones, el rey Agamenón se apoderó de Criseida, una joven hija del sacerdote a cuyo cargo estaba el templo de Apolo en la ciudad saqueada. Crises, el anciano sacerdote, se dirige entonces al campamento griego como suplicante, rogando a Agamenón que le devuelva a su hija, a cambio de la cual ofrece un cuantioso rescate. Reunido en el ágora, el ejército griego opina que debe atenderse la súplica del sacerdote, pero Agamenón se niega. Aquiles, el más fuerte y valiente de los héroes griegos, hijo de la diosa Tetis y el rey de los mirmidones, aconseja a Agamenón que acate la opinión del ejército y devuelva la joven al anciano sacerdote.
Agamenón, despechado por las palabras de Aquiles, insiste al principio en su negativa; pero termina por acceder, aunque amenazando a su contrincante con sacarle a viva fuerza, de su tienda, a una esclava, Briseida, a quien el rey de los mirmidones tiene un gran aprecio. Agamenón cumple su amenaza. Devuelve su hija al sacerdote a cambio del rescate ofrecido y manda varios heraldos a la tienda de Aquiles para que se apoderen de Briseida. Aquiles no se opone a que se cumpla la voluntad del generalísimo, pero jura vengarse invocando para ello la ayuda de Tetis, su madre, que acude a su llamado desde el fondo del mar, donde tiene su morada. La diosa le aconseja entonces, lo que debe hacer: permanecer en su tienda, absteniéndose de intervenir en la guerra que va a desencadenarse, aunque vea morir por millares a los paladines griegos. Ella irá a pedir a Júpiter, su padre, que origine en las filas de éstos grandes matanzas bajo las lanzas y las flechas de los enardecidos guerreros troyanos.
La promesa de Tetis se cumple. Júpiter enciende la guerra entre griegos y troyanos, y tan numeroso y aguerrido de los últimos que aquéllos sufren enormes pérdidas en el primer encuentro. Durante largos días se prolonga la guerra con suerte varia. Pero Júpiter ha decretado la derrota final de los griegos.
Si Aquiles con sus tropas se presentara en el campo de batalla, su sola presencia bastaría para trocar en derrota la inminente victoria de los troyanos; tal es el terror que inspira a sus enemigos cuando se presenta en el campo blandiendo sus dos lanzas y profiriendo su terrible grito de guerra. Mas, como si estuviera ciego ante la derrota de sus antiguos aliados, permanece en su tienda mirando impasible cómo van cayendo uno tras otro los más valientes y esforzados paladines griegos.
La derrota ha sido tremenda. Conseguida una tregua para enterrar a los muertos, los griegos alzan un muro para defender las naves. Agamenón piensa en el regreso a la patria y lo propone a sus aliados. La mayoría está de acuerdo y corre hacia los navíos. Pero no es esa la voluntad de los dioses. Minerva se aparece a Ulises, rey de Ítaca, y le aconseja que exhorte y aliente a los guerreros para que vuelvan al combate. Ulises es elocuente; nadie sabe argumentar como él, cuya fama de ingenioso es grande en toda Grecia. Su elocuencia arrebatadora enardece de nuevo a los hombres, y la guerra se reanuda.
Pero el muro defensivo griego no tarda en caer bajo el empuje de los troyanos, que pugnan por acercarse a las naves e incendiarlas. En ese instante, un amigo entrañable de Aquiles, el héroe Patroclo, le censura su actitud y lo incita a que intervenga con los guerreros mirmidones a favor de los griegos. Aquiles vuelve a negarse. Solamente permite, a ruego de Patroclo, que éste calce sus armaduras, quien así lo hace y consigue alejar a los troyanos de las naves. Patroclo es valiente y audaz. No se conforma con su victoria, sino que quiere alcanzar inmensa gloria matando a Héctor, el generalísimo de los troyanos, que es el más querido de los hijos de Príamo y cuya fuerza y valor son semejantes a los de Aquiles. Llega junto al héroe troyano y lo desafía. Se traban en lucha, y Patroclo no tarda en caer bajo la lanza de Héctor.
La noticia de la muerte de su amigo fraterno llena de dolor al rey de los mirmidones. ¡Ahora sí! Ahora renunciará a su juramento para vengar la muerte de su amigo. Sus armas han quedado en poder de Héctor, pues las había llevado Patroclo al combate. Pero, Tetis, su madre, que acude a su llamado nuevamente, le consigue otras magníficas, fabricadas por Vulcano, el dios forjador.
Dando terribles alaridos, Aquiles se lanza entonces al combate. Los troyanos, despavoridos ante la matanza enorme que el héroe provoca, huyen a refugiarse tras los muros de la ciudad. Solamente queda afuera Héctor. Aquiles lo ve y corre a su encuentro; luchan y Héctor no tarda en morir bajo la lanza del enfurecido rey de los mirmidones. Aquiles despoja a su adversario de las armas, después ata el cadáver a una rueda de su carro de guerra y se lo lleva así hasta su campamento.
Grande es la desesperación que se apodera de Príamo, el anciano rey de Troya, ante la noticia de la muerte de su hijo. Aconsejado por Minerva y guiado por Mercurio, acude a la tienda de Aquiles, se abraza a sus rodillas y le ruega que le devuelva el cuerpo de Héctor para tributarle los honores que le corresponden. Tan terrible es la cólera de Aquiles que jamás habría accedido a la súplica del anciano, pero Júpiter, deseoso de dar fin a la contienda, ordena a Tetis que aconseje magnanimidad a su hijo. Aquiles, temeroso de la cólera del rey de los dioses, devuelve a Príamo el cadáver de su hijo, aceptando el rescate ofrecido.
Vuelve a Troya el anciano, llevando en un carro el cuerpo de Héctor. Éste es colocado en una pira y quemado. Sus cenizas son guardadas después en una urna de oro y se levanta un túmulo en su honor. Con el relato de estos funerales termina la Ilíada.
No acaban aquí, sin embargo, las acciones guerreras ante el muro de Troya. Está decretada por Júpiter la caída de la ciudad en manos de los griegos y su designio se cumplirá. También es fuerza que en esa acción perezca Aquiles a manos de París, herido por una flecha en el talón, único punto vulnerable del cuerpo del héroe, que al nacer había sido sumergido por su madre en la laguna Estigia para hacerlo inmortal.
La caída de Troya se debió a uno de los muchos ardides en que era ducho Ulises, rey de los itacenses. Concertada una tregua con los troyanos, hizo construir un enorme caballo de madera, que fue obsequiado a los enemigos en prenda de amistad.
Los troyanos aceptan el regalo y abren en el muro de la ciudad un boquete, pues el caballo no cabe por las puertas. Y esa noche, del vientre del enorme animal de madera salen subrepticiamente los más audaces y valientes paladines griegos, entre ellos el propio Ulises. Éstos franquean a sus compañeros las puertas de la ciudad, penetran en ella las legiones griegas, y la inexpugnable Troya, víctima de la candorosa fe de sus jefes y de la fecunda inventiva de Ulises, es arrasada y sus habitantes reducidos a la esclavitud.
Terminada la guerra, los griegos se embarcan para sus respectivos países. No habrían de terminar allí, empero, sus trabajos y penurias, pues ya sabemos que los dioses tenían acerca de ellos oscuros y caprichosos designios. Ulises no escapó a tales decretos, sino que, por el contrario, fue precisamente el más castigado de todos por la ojeriza de los Inmortales. Sus penurias, el regreso al hogar, y las múltiples aventuras que para ello debió correr constituyen el argumento de la Odisea.
La Odisea narra el regreso del héroe griego Odiseo (Ulises en la tradición latina) de la guerra de Troya.
En las escenas iniciales se relata el desorden en que ha quedado sumida la casa de Odiseo tras su larga ausencia. Un grupo de pretendientes de su esposa Penélope está acabando con sus propiedades. A continuación, la historia se centra en el propio héroe. El relato abarca sus diez años de viajes, en el curso de los cuales se enfrenta a diversos peligros, como el cíclope devorador de hombres, Polifemo, y a amenazas tan sutiles como la que representa la diosa Calipso, que le promete la inmortalidad si renuncia a volver a casa.
La segunda mitad del poema comienza con la llegada de Odiseo a su isla natal, Ítaca. Aquí, haciendo gala de una sangre fría y una paciencia infinita, pone a prueba la lealtad de sus sirvientes, trama y lleva a efecto una sangrienta venganza contra los pretendientes de Penélope, y se reúne de nuevo con su hijo, su esposa y su anciano padre.
El texto moderno de los poemas homéricos se transmitió a través de los manuscritos medievales y renacentistas, que a su vez son copias de antiguos manuscritos, hoy perdidos. Pese a las numerosas dudas que existen sobre la identidad de Homero —algunos lo describen como un bardo ciego de Quíos— o sobre la autoría de determinadas partes del texto, como las escenas finales de la Odisea, la mayoría de sus lectores, desde la antigüedad clásica hasta no hace mucho tiempo, creyeron que Homero fue un poeta (o como mucho, dos poetas) muy parecido a los demás. Es decir la Ilíada y la Odisea, aunque basadas en materiales tradicionales, son obras independientes, originales y en gran medida ficticias.
Sin embargo, durante los últimos doscientos años, esta visión ha cambiado radicalmente, tras la aparición de la interminable cuestión homérica: ¿Quién, cómo y cuándo se compuso la Ilíada y la Odisea? Aún no se ha encontrado una respuesta que satisfaga a todas las partes.
En los siglos XIX y XX los estudiosos han afirmado que ciertas inconsistencias internas venían a demostrar que los poemas no eran sino recopilaciones, o añadidos, de poemas líricos breves e independientes (lays); los unitaristas, por su parte, consideraban que estas inconsistencias eran insignificantes o imaginarias y que la unidad global de los poemas demostraba que ambos eran producto de una sola mente.
Recientemente, la discusión académica se ha centrado en la teoría de la composición oral-formularia, según la cual la base de los poemas tal y como hoy los conocemos es un complejo sistema de dicción poética tradicional (por ejemplo, combinaciones de sustantivo-epíteto: Aquiles, el de los pies ligeros) que sólo puede ser producto del esfuerzo común de varias generaciones de bardos heroicos.
Ninguna de estas interpretaciones es determinante, pero sería justo afirmar que prácticamente todos los comentaristas coinciden en que, por un lado, la tradición tiene un gran peso en la composición de los poemas y, por otro, que en lo fundamental ambos parecen obra de un mismo creador.
Entretanto, los hallazgos arqueológicos realizados en el curso de los últimos 130 años, en particular los de Heinrich Schliemann, han demostrado que gran parte de la civilización descrita por Homero no era ficticia. Los poemas son pues, en cierto modo, documentos históricos, y la discusión de este aspecto ha estado presente en todo momento en el debate sobre su creación.
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