Menos familiar para el gran público que la mitología céltica, que se beneficia desde hace muchos años de un envidiable interés, la mitología germánica sigue siendo un terreno poco conocido que se considera, esencialmente, a través de la Tetralogía wagneriana, lo que la perjudica más que beneficiarla.

Ragnarök, la batalla del fin del mundo.

Ragnarök, la batalla del fin del mundo.

Además, modernamente se ha hecho cierto mal uso de ella, por ejemplo, en el moderno mito del germánico rubio y ario. Otro mito moderno, el del vikingo, ha popularizado la imagen de unos hombres brutales y sanguinarios, groseras bestias que juran por Odín y por Thor y beben hidromiel en el cráneo de sus víctimas. No olvidemos tampoco que, hasta el siglo XIX, se seguía colocando entre las letanías el Afurore Normannorum, libera nos Domine («Señor, líbranos del furor de los normandos»). Desnaturalizada así, por desconocimiento, la antigua civilización germánica rechaza más que atraer, tanto más cuanto que la mayoría de las obras serias siguen reservadas a los especialistas, a pesar de los esfuerzos de algunos investigadores, encabezados por Régis Boyer.

La mitología germánica es pues víctima de prejuicios.

¿Pero qué entendemos por germánico?

Este adjetivo designa a los pueblos que hablaban, en sus orígenes, una misma lengua. Pero todo el mundo sabe lo que ocurre cuando quienes la hablan se dividen en varios grupos: la lengua evoluciona de un modo distinto en cada uno de ellos. Buenos ejemplos de ello tenemos con el español y el portugués, el americano y el inglés, el afrikaaner y el neerlandés. Las lenguas germánicas comprenden tres grandes familias: el nórdico o escandinavo, el óstico, hoy desaparecido y que hablaban los godos, y el wéstico, que comprende el anglo-frisón, el tudesco, y el alto-alemán.

La mitología germánica es la expresión codificada y ordenada de estos pueblos, de su civilización, sus creencias, su religión. El cristianismo atacó con vigor lo que denominaba paganismo y aculturó, terminó muy pronto con las mitologías de más allá del Rhin y más allá del canal de la Mancha, de modo que sólo quedan hoy fragmentos dispersos; aquí el nombre de una divinidad, allí la descripción de una práctica de culto, más allá algunas leyendas épicas en las que aparecen enigmáticas figuras, finalmente ciertos nombres de lugar y de personas formados a partir del de los dioses.

Estos testimonios bastan para mostrar que existió un fundamento común a todos estos pueblos, si bien no son suficientes para escribir una mitología inglesa o alemana, aunque les añadamos las informaciones de los escritores romanos y bizantinos, de la epigrafía, de las piedras rúnicas y las de los escritos catequéticos que anatematizaban las creencias paganas.

Los escritores godos (Jordanes) y lombardos (Pablo el Diácomo) proporcionan también algunas informaciones preciosas. Sabríamos, pues, muy pocas cosas de la mitología de los pueblos germánicos si, del siglo XI al XIII, ciertos poetas y literatos islandeses no se hubieran preocupado de consignar por escrito los mitos principales.

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