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La flor y nata de los ufólogos de nuestra cotidianidad está firmemente adherida a la mirada del «pelotón de tuercas y tornillos», suponiendo astronautas extraterrestres atravesando inmensas regiones del espacio para tomar muestras y regresar a su planeta. ¿Pero qué tal si no fuera tan así? ¿Y qué tal si estas «inteligencias» que asociamos a lo que llamamos «fenómeno ovni» son, en realidad, entidades de otros planos?
Primero que nada, hay que aclarar que este planteamiento no niega la posibilidad de concretas y reales visitas extraterrestres en el sentido tradicional. Estoy personalmente convencido que episódicamente hemos sido y somos visitados por elementos de civilizaciones planetarias extraterrestres (el terreno de lo que en otros tiempos llamábamos «astroarqueología» o «neoarqueología» y que hoy se ha popularizado como «Alienígenas Ancestrales», abunda en evidencias en ese sentido).
Pero una hipótesis no excluye la otra. De hecho, es uno de los dramas de la Ufología creer haber encontrado la Única Gran Teoría explicativa, sin comprender que la propia naturaleza de lo «no identificado» hace que sea asimilable a diversas interpretaciones.
Aquí es donde los defensores de la Hipótesis Extraterrestre recitarán la descripción de muchos casos citados en la casuística ufológica donde «es evidente que estamos en presencia de una nave espacial con sus tripulantes».
Permítaseme señalar que a referencia muchas veces pasa por comentarios de terceros, en ocasiones de segunda, tercera o cuarta mano, con el «ruido de fondo» propio de la información indirecta. Cito un ejemplo clásico: el incidente vivido en proximidades de Monte Maíz, Córdoba, Argentina, por el camionero Eugenio Douglas en octubre de 1963.
Yo soy un convencido de la realidad del episodio. Pero cuando uno lee —incluso a autores acreditados pero extranjeros— su narrativa del hecho, y luego lo compara con los relatos en primera persona que en vida hiciera el propio protagonista, advierte como, de buena fe, se fosiliza una descripción tendenciosa.
Sucintamente, Douglas viajaba de noche con su vehículo en dirección a Venado Tuerto, provincia de Santa Fe, cuando, a pocos kilómetros de la localidad de Monte Maíz, sufre su episodio.
La descripción perpetuada en la literatura ufológica referida dice que aparece un ovni en la carretera por lo cual va a dar con su vehículo a la banquina. Desciende, y tres seres cubiertos con extrañas vestimentas arrojan sobre el testigo «haces de luz». Douglas extrae un arma y efectúa disparos sin, aparentemente, provocar efecto alguno, de manera que echa a correr perseguido de cerca por el ovni hasta que, ya a la entrada del pueblo, es hallado en estado de shock por vecinos que alcanzan a divisar al objeto.
El hecho ocurrió de otra manera, más cercana a la experiencia alucinógena, onírica o… de inmersión en una realidad alternativa.
Douglas se sorprende por un inesperada luz roja que aparece en la carretera y, efectivamente, cae a un lado del camino. Al descender, ve objetos luminosos que «aparecen» y «desaparecen», a un lado y al otro. No entiende qué pasa, no sabe ya dónde está, todo está cubierto de una extraña niebla luminosa. Ve dos «personas» con «chaquetas de policías» y «máscaras triangulares sobre los rostros» y botas extrañas y, asustado, corre a campo traviesa disparando a sus espaldas. Vaga durante horas por el campo, observando como una «luz» aparece de aquí a allá, escondiéndose, evitándola, cuidando —cree— en no ser visto por aquella.
Y así llega a la entrada del pueblo donde una familia se cruza con él y lo ven delirando, aterrado, bañado en sudor. Lo toman por un borracho o un alienado y simplemente le indican la dirección de la comisaría policial local donde termina llegando (he abreviado quizás por exceso el relato para no ser demasiado extenso en este artículo).
Aparentemente, la primera versión, la «literaria», «ordena» los hechos pero lo que hace es matizarlo y darle una coherencia al relato, pese a una inevitable coherencia funcional a la mirada «platillista». Impone el concepto de «nave» de «tripulantes», de «armas» o «aparatos extraños». El relato del testigo en primera persona muestra lo que es casi una aventura esotérica, con «luces» que aparecen y desaparecen, pérdida de la ubicación en tiempo y espacio, estrambóticas apariciones.
El lector fascinado por la excluyente hipótesis extraterrestre dirá que, en última instancia, el relato de Douglas puede ser «científicamente interpretado» como la visita de una nave extraterrestre, pero lo cierto es que ese lector, lo que habrá hecho, es condicionar la lectura con su propio paradigma, a caballo entre el siglo XX y el XXI, época de viajes espaciales y mucha ciencia ficción.
En el Medioevo lo hubieran interpretado de otra manera, como lo hubieran hecho así también en las edades antiguas. Y deducir que «nosotros» (contemporáneos) «tenemos razón» en interpretar «correctamente» el fenómeno porque nuestros ancestros, pobres, carecían de nuestros «conocimientos», es sólo una expresión de pedantería intelectual: veremos así como se sonríen de nosotros nuestros descendientes de aquí a mil años, ante las absurdas explicaciones de fenómenos que hemos dado y que ellos, en el futuro (claro) creerán interpretar más… «correctamente».
Muchos ufólogos utilizan como «patrón de referencia» para discriminar entre casos «creíbles» y «no creíbles», la aparente absurdidad del episodio. Pero se tratará aquí de un criterio eminentemente subjetivo y por lo tanto no susceptible de cuantificación. Por ejemplo, se relata un episodio donde una entidad, embutida en un traje brillante, desciende por una escalerilla de un platillo volante, recoge muestras del suelo, asciende por la misma escalerilla y parte, y desde la óptica «cientificista» tiene coherencia pues se supone una prospección geológica por parte de un estudioso extraterrestre, sin detenerme a meditar su propia, intrínseca cuota de absurdo: que una civilización capaz de atravesar la galaxia siga empleando escalerillas para descender de una nave es más anacrónico que un edificio de oficinas inteligentes que ocupara cuerdas anudadas para que su personal ascienda y descienda de los pisos.
Por caso, he aquí un relato donde el testigo superó todos los interrogatorios con éxito y que concluye, cuando menos, sobre su sinceridad:
«Trípoli, Libia, 23 de octubre de 1954. Hacia las tres de la mañana, un granjero italiano vio un aparato volador posarse a unos diez metros de él. Tenía la forma de un huevo. La mitad superior era transparente y estaba inundada de una luz muy blanca. La mitad inferior parecía ser de metal. En la parte delantera, había dos puertas laterales. En la parte central, había una escalera exterior. De la parte trasera salían dos ruedas dispuestas verticalmente, una encima de la otra, y dos tubos cilíndricos. Mientras descendía, el aparato hacía un ruido parecido al de un compresor "como los que se utilizan para inflar las ruedas de los coches". Parecía no tener ninguna hélice. Encima del fuselaje había dos antenas, una detrás de otra y, bajo este, una especie de tren de aterrizaje de seis ruedas. El aparato medía unos seis metros de largo por tres de ancho. En el interior había seis hombres vestidos con unos conjuntos amarillentos, escondidos detrás de unas máscaras de gas. Uno de ellos se quitó la máscara con el fin de soplar en una especie de tubo; su rostro era como el de cualquier ser humano.
»Cuando el testigo se acercó al objeto y puso una mano en la escalera, un violento shock eléctrico lo tiró al suelo. Uno de los ocupantes le hizo señas advirtiéndole, aparentemente y por su propio interés, que se mantuviera lejos del aparato. Otro ocupante sacó una rueda y luego volvió a ponerla en su lugar. Después, apretó un botón y un semicontenedor recubrió la rueda. En el interior de la cabina, otro hombre con unos auriculares manipulaba una especie de aparato de radio, con todos sus cables. Los seis individuos no paraban de activar y desactivar las palancas de una especie de tablero de mandos.
»El incidente duró más o menos unos veinte minutos. Luego el objeto se elevó silenciosamente hasta una altitud de cuarenta y cinco metros antes de partir a toda velocidad en dirección este. Se han fotografiado las huellas dejadas por el tren de aterrizaje sobre la tierra removida. Eran como las que dejan las ruedas de caucho normales. Su longitud era de sesenta centímetros solamente»... (Crónica de Otros Mundos, Jacques Vallée, Ed. Tikal, pág. 137).
Si el lector puede suponer que esas «huellas de caucho normales» son evidencia de la errónea interpretación que el testigo hizo de un vehículo también «normal», vale recordarle otro caso donde aparecieron muy similares junto a un episodio de alta extrañeza: el caso de Conil de la Frontera, España, del 29 de setiembre de 1989, cuando dos entidades se «materializaron» saliendo del mar frente a cinco testigos y se «transfiguraron» (cambiaron su apariencia física de seres luminosos difusos a paisanos como usted o yo) para perderse en las calles de la población, mientras extrañas luces se manifestaban sobre el mar mismo.
No es la intención de este artículo extendernos en los aspectos «metafísicos» del fenómeno ovni, sino ratificar nuestro convencimiento que la mayoría de ellos se produce en un «marco de Realidad» extraña para el testigo. Los reduccionistas querrán aprovechar esta circunstancia para reducir todo a explicaciones psicopatológicas o alucinatorias, pero encontrarán el problema que las mismas no acaban con las evidencias físicas así como las testimoniales indirectas.
Lo que aquí quiero destacar es que estos episodios generan un «espacio», sin duda psicológico, quizás también físico o —acudiendo a Jung— «psicoide», es decir, físico y psíquico a la vez, donde los parámetros de Lo Real se ven severamente perturbados y con ellos, los de la lógica humana. Surge entonces lo que ya se ha definido en Ufología como «suspensión de la extrañeza» o «factor de Oz»: el testigo vive situaciones absurdas, extrañas, a contrapelo de su discurrir lógico, pero las acepta con naturalidad, no le asombra si no conflictúa y sólo reacciona ante aquella ruptura de la lógica cuando el evento ha cesado. Como en los sueños.
Y aquí es donde nos proyectaremos al fenómeno de las abducciones, un fenómeno dentro de otro fenómeno. Esa correspondencia con los estados oníricos señalada, adquiere otra dimensión si nos permitimos especular que muchas veces los sueños no son producciones de la mera psiquis sino inmersiones en un plano de realidad alternativo, llamémoslo «astral».
Por cierto, la distinción entre «multidimensional», «paralelo», «espiritual» o «astral» es, por ahora, mera cuestión de semántica. Y desde esa observación, postular si lo que tomamos por abducciones «físicas» (con todo el correlato de intervenciones casi quirúrgicas, estudios médicos, etc.) no tendrá una lectura más «hermética» y «astral».
Corrado Malanga es un bioquímico y médico italiano que ha tenido mucho predicamento en los entusiastas de la Hipótesis Extraterrestre a partir de sus propias investigaciones, básicamente basadas en hipnosis a protagonistas de casos de abducción ovni.
A lo largo de numerosos artículos y algunos libros, Malanga construye una mirada fuertemente mecanicista —biologicista—, donde la descripción del interior de las «naves» aparece con una funcionalidad tecnológica adaptada a lo que el ideario colectivo consideraría pertinente en un vehículo cósmico; y las intervenciones de los extraterrestres —cuando menos al principio de sus trabajos— era sistemáticamente razonable para razas cósmicas con intervención en este lado de la galaxia.
Pero pasado el tiempo, más allá de las (discutibles, por las «evidencias» que le llevaron a tales conclusiones) teorías de Malanga sobre la naturaleza y propósito de las especies que nos visitan, este investigador llega a una «conclusión final» sobre el porqué último de sus visitas: robarnos el alma. Sí, tal como se lee, en lo que es una reducción brutal de su pensamiento pero no falsa ya que se trata de un concepto sobre el que supongo el mismo Malanga debe haber dado muchas vueltas para enunciar de la forma más «académica» posible antes de arriesgarse a ganarse la burla de muchos por una proposición tan fantástica.
Recordemos aquí que Malanga distingue la presencia en nuestro entorno de varias razas alienígenas, en torno a las que están aquellas autoras de las famosas abducciones.
Como parte de sus operaciones, afirma, estas razas acostumbran a «insertar pequeñas memorias» inmateriales, algo así como un «troyano» que permite, en algún momento, que la personalidad de un alienígena sea transferida a la de un humano.
Propongo evitar una mirada ultra escéptica; no caigamos en lo mismo que observamos a los negadores. Pero permítaseme señalar que la fuente de toda esta construcción hipotética (admitiendo la buena fe de Malanga a quien no podemos poner en duda sólo porque sí) son los relatos bajo hipnosis de sus testigos y protagonistas. Y ya sabemos claramente lo permeables e influenciables que pueden ser tales relatos.
Yo puedo proponer otra teoría: que en el escenario presuntamente extraterrestre de la encuesta de Malanga (sus personajes de investigación saben efectivamente cuál es el objetivo y la manera de pensar de quien dirige el experimento) surgen imágenes arquetípicas, expresión simbólica de sus temores más profundos. Sin ir más lejos: el terror a que «el alma sea robada» es inmanente a todas las culturas primigenias y aún en la actualidad subsiste en amplios grupos socioculturales de diversos países (recordemos la resistencia de los grupos étnicos sometidos a investigación etnográfica entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX frente a la cámara fotográfica de los investigadores).
De modo que pienso que Malanga retoma uno de los miedos más arcaicos y profundos de la Humanidad y le «viste» (sin desearlo, porque él también es víctima de su propio paradigma) de la «actualización» que provee el «ropaje extraterrestre». Léase a Malanga y obsérvese —especialmente veinte años atrás, cuando fue «furor» entre los entusiastas— cómo acude a términos de la Informática («password», «microchip», «banco de datos», «memoria») entendibles en alguien que como profesional no especializado en la misma busca comparaciones en extremo simplistas y que demuestran su propio paradigma cultural (supone al «microchip» como el non plus ultra de la tecnología, habla de «bases extraterrestres» a las que se accede con la huella palmar, ignorando ya en ese entonces los avances de punta en áreas tan comunes de la informática aplicada como ésos).
Tales implantes —esto es interesante observarlo— dejan de ser el «microchip de control» de los años 90, incluso extraíble quirúrgicamente, y pasan a ser hoy en día «implantes astrales».
Incidentalmente, señalemos como un subproducto de esta tendencia el surgimiento de toda una corriente de mercachifles que realizan «operaciones astrales» de extracción de estos «implantes» (extracciones que al no ser contempladas por los seguros médicos implican unos dinerillos mediante) y a cierta psicosis que se advierte en algunos sectores de los creyentes en lo extraterrestre ante el temor de una masividad manifiesta de violaciones astrales. Pero —nuevamente— reducir todo esto a «divagaciones místicas» de la gente es ignorar la extensión de la situación, el impacto muchas veces traumático en sus vidas cotidianas, la recurrencia de fenómenos en simultáneo que comienzan a acompañar la vida del protagonista, generalmente de tipo parapsicológico o «aparicionista».
Alguien podría suponer que la migración del implante «físico» al implante «astral» es sólo producto de un delirio, con el peligro de una gratuita generalización, ya que los relatos, los padecimientos subsiguientes, el monitoreo de las descripciones de los testigos víctimas es tan complejo y sostenido que remite a un fenómeno que en verdad no podemos definir claramente. Pero se me ocurre sugerir aquí si no estaremos ante el mismo escenario que en las últimas décadas hizo que el mismo fenómeno ovni, tomado de manera global, se «sutilizara», se «espiritualizara» cada vez más. Si es es positivo o negativo, es opinión personal, pero no podemos negar su realidad.
De manera que lo que aquí planteamos a la consideración del lector es que las llamadas «abducciones» —o, en realidad, el relato que disponemos de las mismas— es la «racionalización» de fenómenos de interacción de los testigos con entidades y Realidades más sutiles (astrales) que aquella en que se desenvuelve su cuerpo denso. Así como en el Medioevo las «relaciones sexuales» con íncubos y súcubos podrían haber sido la expresión, catalizada a través de la interacción con entidades sutiles, de los miedos más profundos de la «víctima», las «abducciones», pretendidamente extraterrestres, pueden ser la catalización de miedos o deseos más profundos de los protagonistas, expresados a través de la construcción racional, en forma de «recuerdos», de una experiencia que no ocurre en planos físicos sino sutiles.
En ese contexto, aquellos implantes físicos de los que hablamos no son la refutación, sino una evidencia complementaria. En efecto, del análisis de los mismos han surgido pocas pero interesantes conclusiones. La primera: que se trata siempre de cuerpos amorfos, al parecer, de metales —o aleaciones— desconocidas en la Tierra. Debemos decir, en todo caso, en nuestra Tabla de Elementos. Pero se sigue ignorando su funcionalidad: no tienen partes constitutivas, ni reacciona a estímulos de ningún tipo, ni siquiera podrían ser consideradas «piezas» de algo, lo que ha facilitado la «explicación racionalista» que se trata simplemente de «objetos naturales».
Voy a proponer otra explicación.
En toda la literatura que trata de profundizar «esotéricamente» el fenómeno ovni, se señala que posiblemente se traten de inteligencias provenientes de universos paralelos, otras dimensiones o «un orden distinto de la Realidad». Y se acude a trabajos como el de Jung, que propone la expresión «psicoide», para definir algo que coexiste física y psíquicamente a la vez.
Bien, la pregunta es: ¿cómo parecería un trozo de «materia» espiritual, astral, metadimensional traída a este plano? Si esas entidades de naturaleza «sutil» están detrás de la parafernalia ovni, provienen de planos paralelos pero pueden pasar a éste y actuar aquí, es porque, aunque sea momentáneamente, se hacen «densos», perceptibles —es decir, «materiales»— en nuestra propia dimensión, en nuestro propio plano, en nuestra propia Realidad... Y luego, al partir, es posible que queden «restos» de su paso por aquí…
Por Gustavo Fernández.
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