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Por el Dr. Anthony Choy Montes
A mediados del 2004, Rodolfo Cárdenas, productor general del Canal Univisión de Denver, Colorado, Estados Unidos de Norteamérica, se comunicó conmigo a Lima. “Dr. Choy, estamos haciendo un especial sobre el Fenómeno OVNI y nos hemos enterado acerca de sus investigaciones”, afirmó dicho ejecutivo de televisión. Aunque estadounidense de fundación, la Cadena Univisión es junto con su competencia, Telemundo, la más importante organización televisiva de habla hispana en el país del norte. De hecho sus transmisiones, que se ven de costa a costa, están cobrando creciente importancia debido a la cada vez más gravitante presencia de la comunidad latinoamericana, tanto demográfica como políticamente, en Norteamérica. Habría que recordar que la comunidad latina ya desplazó a la afro-americana como primera minoría, que la inmigración crece imparable de manera geométrica y que las últimas elecciones presidenciales se decidieron en La Florida, estado mayoritariamente hispanoparlante. “Sí, como no”, respondí curioso, “¿qué es lo que quieren saber?”
“Deseamos conocer sus investigaciones sobre el fenómeno OVNI en el Perú, para lo cual nos hemos puesto en contacto con una corresponsal de nosotros en Lima, para que coordine con Ud. la nota”. Así empezaba esta historia que me llevaría hacia un inolvidable encuentro con lo desconocido.
Al poco tiempo Cárdenas me llama: “Hay problemas. La Corresponsal en el Perú acaba de llamarnos diciendo que no puede hacerse cargo de esta comisión, pues ella está especializada en asuntos más importantes sobre la realidad peruana y, bueno, ella dice que no puede caer en el ridículo al asumir temas tan poco serios que podrían incluso poner en riesgo su reputación en el medio periodístico”. A pesar de este revés, Univisión seguía interesada. Así, me comunicaron que habían decidido enviar un equipo periodístico desde Denver para hacerse cargo del tema.
En un primer momento, me dijeron que sólo vendrían a Lima a entrevistarme. Les dije que todo estaba muy bien, pero que pensaba que mucho más importante sería que viajaran conmigo a Chulucanas, y más en concreto, a las inmediaciones del Cerro Pilán, al que de acuerdo a mis investigaciones había llegado a llamar “el epicentro de todos los misterios”, pues ese es el lugar, que desde el 2001, se había convertido en uno de los sitios de mayor cantidad de avistamientos OVNI a nivel mundial. Secamente, me dijeron que ellos no tendrían ningún problema en viajar allá, pero que tenía que asegurarles dos cosas. “Si”, les dije, “¿cuales?”. “La primera, que vamos a enviar, junto con los periodistas, un equipo completo con sofisticadas cámaras de televisión especialmente acondicionadas para grabar objetos a distancia y con poca o ninguna luz, avaluado en $ 60.000”. Cárdenas agregó, con esa voz firme de noticiero matutino: “¿nos asegura, Dr. Choy, que nada le va a pasar al equipo?”. Entonces pensé, Chulucanas es una ciudad pequeña, ubicada a más de 1.800 Kms. al norte de Lima, en el departamento de Piura, que en realidad es bastante tranquila, como la mayoría de las ciudades norteñas, pero nosotros estaríamos internados en aislados caseríos en donde pernoctaríamos varias noches. Y uno nunca sabe, si en cualquier suburbio de Lima la gente roba y hasta mata por diez soles. Pensé que quizás lo único que podría garantizar nuestra seguridad era mantener un estricto anonimato. Así estaríamos más o menos inmunizados de ladrones, policías corruptos y oportunistas autoridades. “Si”, les respondí, “viajen, no hay problema”.
“¿Cual es su segundo requisito?”, les dije. “Bueno”, me respondió don Rodolfo Cárdenas con su entrenada bonhomía, “que la periodista que vamos a enviar es mujer… y está embarazada”. Ahí sí me preocupé. Chulucanas es una ciudad pequeña, tiene hasta hospital propio, pero nosotros no iríamos allí, sino a olvidados villorios, a más de 40 minutos de distancia, a los cuales sólo se accede a través de destartalados mototaxis que transitan polvorientos caminos, con poblaciones que no tienen electricidad y beben agua de pozos. Dicho sea de paso, gentes que vienen sufriendo una terrible sequía de más de 4 años y donde la pobreza es tan endémica como la amabilidad y dulzura de sus habitantes. Si en medio de la profunda oscuridad de las chacras a la periodista se le ocurría adelantar su parto… bueno, ahí si, solo habría que esperar a que venga E.T. el extraterrestre con su bicicleta voladora para sacarnos del lugar.
“No hay problema”, le dije sorprendiéndome a mi mismo. “Nada va a pasar. Los espero en el Perú”.
Así, en el más absoluto perfil bajo, llegaron el 4 de agosto del 2004 la reportera española de origen canario María Rozman, acompañada del Jefe de Camarógrafos de Univisión Colorado, el mexicano Jesús Medellín. La Rozman era una joven periodista muy talentosa que al poco tiempo de ingresar a la Cadena le habían dado comisiones muy importantes a las cuales había respondido con solvencia. “!Felicidades por la pancita¡”, le dije al recibirla. “¿Ud. cree que veremos OVNIs?”, me preguntó a quemarropa. “Bueno, no es como ir al cine, vamos a la función de las siete y ¡zas! empieza la película. Pero estoy seguro que vuestro largo viaje no será en vano”.
Al día siguiente, muy temprano, decidí llamar a mis amigos de la zona para que me informaran si habían visto algo raro en los últimos días. “¡La verdad es que a los benditos hace tieeeempo que no se les ve!”, me dijeron, o, mejor dicho, me cantaron con su típico dejo norteño. Preocupado, me dije, “ya que llegamos hasta aquí, sigamos adelante”.
En los días siguientes los periodistas me expresaban sus temores; me pedían información de la zona, de sus carencias, de sus peligros. Yo seguía recordando a la corresponsal limeña y su “yo no trato temas tan poco serios”. La misma actitud general de la intelectualidad y de la comunidad científica peruana. Ese aire de arrogancia, tan poco intelectual, tan escasamente científico.
Los animé. No sé porque desde el principio sentía que no solamente íbamos a viajar, sino que deberíamos viajar.
María me contó algo que me sorprendió. “Hemos recibido información que hay un equipo ruso que ha llegado también a la zona con la misma intención de nosotros. Y que en estos momentos ya están en las inmediaciones del Pilán”. Ignoraba completamente dicha información. Pero no me sorprendía. Desde que había revelado a los medios de comunicación peruanos lo que sucedía casi cotidianamente en Chulucanas, los pobladores me comentaban que con alguna frecuencia ellos veían a extrañas personas de aspecto extranjero caminar por las inmediaciones del cerro Pilán e incluso pernoctaban en su cima con intenciones desconocidas.
El 6 de agosto llegamos a uno de los caseríos más cercanos al misterioso promontorio, en medio de una profunda y poco auspiciosa noche sin estrellas. Era el poblado de Piura La Vieja y eran las 8.30 de la noche. Una rica sopa hecha a fogón de leña nos recibió, siendo la Sra. Chepa, una incansable mujer que de alguna manera es el motor de ese soñoliento pueblo, nuestra entrañable anfitriona. Nos instaló en su casa y nos llevó a los desvencijados dormitorios. A la española le llamó la atención los velos suspendidos encima de las camas. “¿Y esto para qué es?” “Ah”, le dijo la Chepa “son mosquiteros, para que pueda dormir tranquila”. Más adelante, en tono de confesión, me dijo, “bueno Anthony, para ti nomás, la verdad es que esos velos no son para ningún mosquito. Es para que los murciélagos no la masquen. Pero no le digas nada. La pobre se va asustar”.
Estábamos en lo mejor de la sobremesa, conversando quedamente sobre los misterios y desventuras de la zona, sumergidos en la luz mortecina de las lámparas a querosene, cuando escuchamos un grito de afuera, de la plaza frente a la casa. “¡¡¡Dr. Choy, allí están, allí están!!!”.
Hemos salido lo más rápido que hemos podido, jalando a duras penas nuestros equipos, cuando todos vimos una pequeña luz amarillenta que iba de norte a sur, lentamente en dirección al cerro Pilán. Todos tratábamos de ver, porque aunque lejana, se le podía distinguir. La cámara de ellos no la captaba. La luz se puso encima de dicha colina y en instantes desapareció. Los relojes marcaban las 9 en punto de la noche.
Empezamos a discutir tratando de definir que es lo que habíamos visto. Podía ser cualquier cosa. Un avión, un helicóptero, un cometa, una estrella fugaz. Todas las explicaciones se le aplicaban. Hasta la ausencia total de silencio. Si era un avión, la distancia sería tan grande que el rumor de los motores no llegarían hasta nosotros. Solo que había algo extraño. La extraña persistencia, ya de acuerdo a anteriores relatos, en siempre parar encima del Cerro Pilán e intempestivamente... desaparecer.
Los periodistas, luego de grabar algunos testimonios de los pobladores y hacer tomas de apoyo, decidieron instalar sus equipos en la misma plaza, frente a la casa. Si había otro avistamiento esta vez no los volvería a pescar desprevenidos. María, muy profesional, abriendo sus enormes ojos castaños, practicaba las entradas a su nota. Jesús Medellín, ajustaba su cámara.
Eran las diez en punto cuando en el cielo, como a 45 grados sobre el horizonte, aparece de nuevo una luz similar a la anterior, en el mismo sitio y haciendo el mismo recorrido. ¡No la capta mi cámara, no la capta mi cámara!, gritaba desesperado el mexicano. Todos los que estábamos allí, unas veinte personas, gritábamos azorados tratando de ubicar la lejana luz, que en esa noche cerrada a ratos parecía desaparecer. Sea lo que sea, estaba debajo del techo de nubes. Y nuevamente al llegar encima del Pilán... ¡zas!, desapareció. Es así que el mismo fenómeno, el mismo recorrido, el mismo punto de desaparición se suscitó dos veces más, a las 10.15 p.m. y a las 10.30 p.m.
La cámara no grababa nada. Y eso no podíamos entenderlo. Si nuestros ojos podían divisarlo, la potente cámara, con mayor razón, debería captarlo. El camarógrafo estaba desalentado. Tan lejos viajar...
Nuevamente nos enfrascamos en otra discusión. Yo aventuré, no muy convencido, que podría ser una avioneta o algo por el estilo que, al llegar a un punto (la cima del Pilán) daba la vuelta y empezaba a volar en círculos. Por eso que aparentemente parecería que habíamos visto tres objetos, cuando en realidad era el mismo avión que estaba regresando. Lo que pasaba es que desde nuestra posición aparentaba que aparecía y desaparecía. Esa explicación no convenció a nadie. La verdad, que a mí tampoco. Pero es que si no era eso, ya no quería ni pensar lo que los periodistas estarían empezando a creer.
La noche empezó a hacerse larga y muy fría. Yo estaba preocupado por María, por su estado. Pero ella, de buen talante, me decía que sigamos esperando. Un gélido vientecillo diluyó sus palabras en la oscuridad. Poco a poco la conversación se fue apagando en la misma medida que el cielo empezaba a despejarse. Entonces, lentamente, descorriendo una fantasmal y deshilachada cortina, una preciosa Luna llena hacia una inesperada aparición. Ateridos de frío, callados, en el ambiente flotaba una melancólica frustración. María dijo: “Yo ví algo, no sé que fue, algo muy raro”. Medellín agregó: “voy a hacer algunas tomas de apoyo”. Era su manera de decir, adelante, guardemos el equipo y vayámonos a dormir.
El camarógrafo había decidido grabar a la Luna llena en aquella noche piurana y llena de algarrobos. Cuando en eso ve algo raro. “Anthony” me llama, “dime que es eso que está allí”. “¿Dónde?” “¡Allí, debajo de la Luna!”, me habla con una voz que empezaba a ponerse ansiosa.
Entonces vimos una especie de lucero muy potente. Lo primero que pensé fue en Venus o en Marte; digamos. Si eso era, eso debería ser... hasta que empezó a moverse. “¡Síguelo, síguelo con la cámara!”, le espeté. La luz empezó a subir lentamente en forma diagonal, atravesando la Luna y colocándose ahora encima de ella. “¡Grábala , grábala!”, le dije a Jesús. “¡Desde hace ratos, mano!...”, me respondió excitado.
“¡María, que hora es!”, le dije a la española. “¡La 1.33 de la mañana!”. La 1.33, la 1.33 repetía mentalmente.
Es entonces que empezó el show.
El silencioso objeto empezó a hacer evoluciones de arriba a abajo, de izquierda a derecha, como si fuera un imposible electrocardiograma en el infinito papel de una lechosa noche. Luego paraba. Lentamente volvía a bajar. Después a subir. Hacia movimientos aberrantes, sin ton ni son. Alguien dijo que es como si tratara de escribir algo con sus imprevistos vaivenes. Mi improvisada hipótesis del avioncito dando círculos se fue, la verdad, al carajo. ¿Qué diantre era eso?
María empezaba a grabar. “Es 6 de agosto del 2004, estamos en un perdido caserío al norte del Perú, frontera con el Ecuador”... “Ante nosotros un extraño objeto de origen desconocido; en estos momentos, no sabemos qué es”... “No lo puedo creer, ya van más de cuarenta minutos y el objeto sigue bailando delante de nosotros”...
Jesús trataba de no perderlo, porque el objeto hacia saltos bruscos que lo sacaban fuera de cuadro. Es en ese momento que, en otra zona del cielo donde no estaba enfocando la cámara, apareció por breves segundos un objeto alargado, como si fuera un fluorescente blanco, que velozmente desapareció. “¡Lo viste María, lo vieron chicos!”, gritaba eufórico. Todos respondían afirmativamente.
Nuestro desconcierto era un río caudaloso.
Mas había algo que yo no entendía. La cosa era así: cuando la noche estaba llena de nubes, totalmente cerrada, nosotros divisamos un objeto en los primeros avistamientos de esa noche a simple vista que la cámara, con toda su potencia, no captaba. ¿Por qué nosotros sí y la cámara no?. Por otro lado, si nosotros lo veíamos es porque no estaba muy lejos. De ser así, entonces me repetía ¿¡por qué la cámara no lo grababa!?
Pero eso no era todo. Cuando apareció este último objeto, esta vez la manifestación no la veíamos, pero, al revés, la cámara sí, plenamente lo capturaba. ¿O era que esta vez la luz estaba más lejos? Pero precisamente la constatación de este hecho le daba más misterio a lo anterior. Cuando el objeto estaba cerca, la cámara no lo captaba. ¿Y cuando estaba lejos sí?
A menos que en todo este asunto para nada tenía que ver el factor distancia. Siempre estaba cerca, al alcance de nuestros ojos. Pero, de alguna manera, en determinados momentos se hacia invisible a la sofisticada cámara. En otras, a nuestras miradas.
Pero aquí no paraba lo inexplicable. Cuando la noche estaba totalmente oscura, en teoría, debería ser propicia para grabar el fenómeno. Y más bien solo se grabó cuando el cielo estaba más claro, más “lechoso”, más difícil de grabar, en una noche de Luna llena.
Otra cosa. Cuando el camarógrafo quería grabarlo, cuando lo “buscaba” (en la zona en que todos estábamos mirando) la cámara no lo grababa, el fenómeno era elusivo. Pero cuando –horas después– Jesús desistió en grabar, cuando creía que ya nada iba a aparecer, cuando estaba captando –desalentado– la espléndida Luna, este fenómeno, pudiendo aparecer en cualquier parte de la inmensa bóveda celeste, justamente se presentó en ese pequeño sector del cielo adonde apuntaba su cámara. No en otro sitio. Precisamente allí. Es por eso que Jesús pudo darse cuenta que estaba.
Yo pensaba cuantas veces esos objetos podrían estar allí y no verlos. Los vimos porque contábamos con equipos especiales. Así, no es que el fenómeno no exista. Si no es que, la mayor parte de las veces, no tenemos la tecnología suficiente. Pero incluso, en muchas ocasiones, la mayoría, tampoco dependía de la tecnología. Lo que estaba sucediendo esa noche apuntaba a que a veces existía una “voluntad” de hacerse visibles. En otras no. Había una decisión que actuaba con criterios desconocidos para nosotros. Pero estas digresiones me llevaban, ineluctablemente, a algo muy difícil de aceptar. Eso, que teníamos ya por largos 55 minutos, era inteligente.
Mis pensamientos se ven interrumpidos por las exclamaciones del mexicano que señala que, de repente, la cámara empezaba a marcar “batería baja” a pesar que momentos antes estaba a la mitad de su capacidad. Inexplicablemente, se estaba agotando.
El objeto, que estaba como un saltapericos, empieza a irse en forma diagonal. En el instante en que el objeto sale del cuadro de la cámara, al perderse en el infinito, la cámara se apaga totalmente. La batería estaba muerta. Y entonces nos damos cuenta de algo muy extraño. El evento se había grabado en 3 cintas de 33 minutos, a pesar de tener puras cintas de 60 minutos. Nuevamente el número 33.
Yo miraba la cara de asombro de ellos. No podían explicarse la inusual muerte de las baterías. Pero los notaba inmensamente satisfechos.
Minutos después, los encontré callados, pensativos. Los periodistas, que sabían poco o nada del fenómeno OVNI, que solo vinieron a cumplir profesionalmente una tarea a un lejano país, esa noche al terminar el evento se sentían muy extraños. Les pregunté que les pasaba. “Siento que esta noche ha sucedido algo muy inusual en mi vida, que no me lo esperaba, y que estoy segura que no lo olvidaré”, dijo la española. “¿Y tú, Jesús?”, le pregunté. “Es como si durante toda mi vida hubiera estado buscando respuestas a muchas preguntas, y esta noche siento, no sé porqué, que las he empezado a responder”.
Cuando miraba la extraña luz, haciendo insólitas circunvoluciones en el cielo, sentía que la escena la había visto antes. ¿La había vivido antes? ¿La había leído? ¿Un dejà vou?
Miré el objeto, miré a la gente, miré el arenal y entonces, estremecido, me empiezo a dar cuenta de algo. Le pregunto a la española. “¿Tu eres María, verdad?”. “Por cierto… ¡y de Canarias!”. “¿Y tu eres Jesús verdad?”. “¡Jesús Medellín, un servidor, y de Zacatecas!”. “Ah caramba”, les dije. “Aquí están Jesús y María, pero falta José para formar la Sagrada Familia. Y yo, por cierto que no soy Pepe por ningún lado”. “No, no, no, pos Anthony”, me dice el camarógrafo. “!Yo soy José Jesús Medellín!”.
Entonces súbitamente recordé dónde había visto todo esto. Allí, en esa noche bizarra, ahora tan lejana, estaban José, Jesús y María, viendo el lucero de Belén... en medio de la noche y del desierto.
Y para mayor abundamiento, María... estaba embarazada.
Me quedé en silencio, como la noche que crecientemente nos rodeaba. Los que estábamos allí; de Perú, de México y de Islas Canarias, los lugares donde estadísticamente más avistamientos de OVNIs se han dado en los últimos tiempos, alzamos los ojos al infinito y nos quedamos un rato largo... vigilando los cielos...
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