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En una época que brindaba a las mujeres pocas oportunidades y todavía menos reconocimiento, la abadesa alemana Hildegarda de Binden desafió a la tradición. Mística, poetisa, científica, pintora, sanadora, profetisa, predicadora, música y crítica social, esta «simple criatura» (tal como se describió ella misma) se convirtió en una de las figuras más destacadas de la Europa medieval.
Hildegarda nació en 1098, en el seno de una familia noble que vivía cerca de la ciudad catedralicia de Maguncia (junto al Rin). Cuando tenía tres años empezó a experimentar visiones proféticas acompañadas de una luz cegadora. Tal vez por esta razón sus padres dejaron su cuidado y su educación en manos de una mujer santa, llamada Jutta, que dirigía un claustro de mujeres en una abadía benedictina local. Jutta hizo bien su trabajo; cuando murió, Hildegarda la sustituyó como abadesa. Tenía treinta y ocho años.
Ante la incertidumbre sobre el origen de sus visiones, Hildegarda apenas había hablado de ellas con nadie. Sin embargo, después de convertirse en abadesa tuvo una visión que cambió su vida. «Los cielos se abrieron y una luz cegadora con un brillo excepcional fluyó a través de todo mi cerebro», escribió. Además, Dios le pidió que escribiese todo lo que viese y oyese. No sin reticencias empezó a describir sus revelaciones, imágenes elaboradas y detalladas que trataban temas como la caída de Lucifer, la Creación y el Juicio Final.
«Mi conciencia se había transformado, como si ya no me conociese a mí misma, como si de la mano de Dios cayesen gotas de agua sobre mi alma», escribió posteriormente acerca de aquella etapa. Muchos eran los que deseaban conocerla. Tras recibir la aprobación oficial de la Iglesia a sus escritos, los líderes más importantes del momento intentaron recurrir a sus visiones divinas (entre ellos, cuatro papas, dos emperadores, monarcas como Leonor de Aquitania y Enrique II de Inglaterra, y prelados como Tomás Becket y Bernardo de Claraval).
En 1150, Hildegarda trasladó a sus monjas a Rupertsberg, a orillas del Rin y cerca de la ciudad de Bingen. El convento prosperó y la abadesa fundó un nuevo establecimiento religioso en la otra orilla del río. Al parecer, las visiones que afirmó tener en vida fueron compartidas por muchas monjas cuando Hildegarda murió: se dijo que el día de su fallecimiento, a la edad de ochenta y un años, cruces y círculos brillantes iluminaron los cielos, como si la visionaria hubiese dejado en herencia a sus seguidoras su propia visión del reino celestial.
Las obras de esta religiosa del siglo XII fueron escritas —como la mayor parte de los escritos de su tiempo—, en latín medieval, salvo por ciertas anotaciones y palabras que podemos encontrar en algunas de sus cartas y principalmente en sus obras relativas a la Lingua ignota, que se encuentran en alemán medieval propio de la región media de Franconia–Renania/Mosela. En su obra, ella misma acusó en variadas ocasiones su poca preparación en latín, pero por sus propias confesiones y sus hagiógrafos se conoce que su método de escritura comenzaba al escribir sus visiones y luego pasarlas a un secretario que corregía los errores y pulía la escritura.
Entre estas obras se halla el Scivias (forma abreviada del latín Scito vias Domini que significa 'Conoce los caminos del Señor'), donde describe las veintiséis visiones que tuvo, incluyendo aquellas referentes al Juicio Final y el mundo del futuro: un porvenir que ya se ha cumplido en parte en los ocho siglos y medio que han transcurrido desde entonces.
En apretada síntesis y solo a grandes rasgos, se la dijo que después de su época (la de la querella de las investiduras), seguirían en Occidente otras cuatro etapas antes de llegar a la última:
«El tiempo de la rapiña en que los hombres voraces arrebatarán para sí el poder y la riqueza; los veréis irrumpir en los saqueos bajo la piel grisácea, ni negra ni blanca, de sus astucias, y, desmembrando las cabezas de estos reinos, las derrocarán. Ay, porque entonces llegará el tiempo de la tribulación: muchas almas serán apresadas cuando el error del error se alce del infierno al Cielo». (Scivias, 11,6).
En la quinta época que describe sucintamente Santa Hildegarda, se manifestará el Hijo de la Perdición (el Anticristo) que seducirá a muchos y martirizará a los fieles que se le opongan:
«Entonces Dios enviará a la Tierra a Elías y Enoc para que den testimonio; el Anticristo los hará crucificar, pero Dios resucitará a sus testigos. Entonces el Anticristo pretenderá ascender al Cielo ante sus seguidores y será fulminado. Sobrevendrá un período en el que la Iglesia brillará y retornarán a ella muchos que la habían abandonado».
Luego se nos dice que habrá un intervalo de duración totalmente desconocida e incalculable entre la muerte del Anticristo y los cataclismos del Juicio Final. En vida de Santa Hildegarda todavía faltaba mucho para ese momento, ya que: «De este ciclo de los tiempos aún tenéis por delante largos años de vuestro caminar, oh hombres, antes de que venga el homicida que querrá envilecer la fe católica» (Scivias, 11,23).
Por otra parte, lo que condiciona la llegada del fin del mundo es el martirio de los fieles, pues:
«En el último día, cuando se complete el número de los elegidos, también la Iglesia estará completa. Entonces, ese día sobrevendrá el cataclismo del fin del mundo y Yo, el Señor, purificaré los cuatro elementos y lo mortal de la carne humana». (Scivias, 11,22)
A Santa Hildegarda se le dijo expresamente que lo que pasara después de la muerte del Hijo de la Perdición: «No es la sazón ni el momento de que sepáis qué ocurrirá entonces, [...] sólo lo sabe el Padre, que también tiene ésto bajo su potestad. Sobre [...] el transcurso de los tiempos del mundo nada más sabrás, oh hombre».
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