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Uno de los aspectos más inusuales del misterio OVNI es el fenómeno de los Hombres de Negro (MIBs por sus siglas en inglés). Se trata de la sutil intimidación de los testigos de ovnis por extraños visitantes vestidos casi completamente de negro. Años de evidencia acumulada apuntan a una tendencia definida que no es una mera ilusión. La identidad del MIB es tan esquiva como cualquier otra cosa que tenga que ver con los ovnis. Las agencias gubernamentales, la CIA, así como entidades alienígenas se han presentado como respuestas.
Martes, 12 de septiembre de 1978.
En una época en que, cuando menos en mi país, Argentina, aún no se habían popularizado PC hogareñas, banco de datos comerciales ni otras lindezas, ciertos trabajos, como el de reunir información sobre la solvencia financiera de aquellos interesados en préstamos o créditos bancarios, eran sufragados por empresas privadas conocidas como “de informes comerciales”. Pesquisas por derecho propio de la confianza monetaria del prójimo, representaban, a mis ya lejanos veinte años, la única posibilidad cierta de un trabajo estable.
Acababa de abandonar la carrera de Ingeniería Aeronáutica en una época oscura para la universidad nacional después de algunas amargas experiencias en los ámbitos académicos de la ciudad de La Plata con las autoridades uniformadas de entonces, y en parte por mi carácter, en parte por mi pasado adolescente de militante fervoroso, era mejor por un tiempo alejarme de las aulas y buscar un trabajo para solventarme. De todas formas, la Ovnilogía en particular y las paraciencias en general seguirían siendo mi válvula de escape intelectual. Así que, con unas modestas habilidades con la máquina de escribir como todo currículum, conseguí un eclipsado puesto en una de esas empresas, situada sobre calle Alsina en Buenos Aires. Y durante un año tipeé páginas y más páginas respecto de pasivos, deudas impagas y ganancias y pérdidas. Fue el único año de mi vida que trabajé bajo relación de dependencia.
El año 1978 había comenzado pleno de actividad ovnilógica para mí: en febrero entregué a la desaparecida Editorial “Cielosur”, de Buenos Aires, los originales del que fuera mi segundo libro, “Triángulo Mortal en Argentina” —tema que se reiterará a lo largo de este artículo— participé en numerosas conferencias y viajes de investigación. Pero para junio, las obligaciones de mi incipiente trabajo me habían alejado completamente de la gesta ufológica, excepto por la salida, los primeros días de agosto, al público de “Triángulo...”. Y aún así, todo se limitaba a responder las esperables llamadas telefónicas de los amigos, algún que otro comentario en la Editorial y poco más.
Por eso, cuando al atardecer de ese día regresé a mi casa —aún vivía con mis padres— me sorprendió encontrar una nota de puño y letra de mi madre sobre la mesa del comedor. Decía algo así como “por nada del mundo le abras la puerta a nadie. Hubo gente rara buscándote. Cuando regresemos te contamos”.
El principio de la historia lo conocí en realidad no por mis padres, sino por la encargada del edificio, quien al sospechar que había regresado no pudo frenar su profesional curiosidad de contar y enterarse. Contar que, a media tarde, dos policías uniformados acompañados de un tercero que llevaba sujeto de la correa un perro pastor (¿) y que permaneció dentro del automóvil (un Ford Falcon negro) habíanse introducido en el edificio, secuestrado parte de la correspondencia diaria que por ese entonces solía llegarme y tocado timbre en los departamentos contiguos de mi piso, inquiriendo a los sorprendidos ocupantes respecto de mis hábitos de vida, ocupaciones, visitas, etc. La encargada me dijo que a ella le preguntaron sobre los países de procedencia de las cartas que recibía, además de presionarla respecto a cierto “segundo juego de llaves” que “seguramente” ella debía tener, a lo que la susodicha se negó rotundamente. Hecho esto, y con un velado comentario —a todos— de un prometido regreso, se fueron.
Eso me contó la encargada. Y claro, esperaba algo a cambio, como por ejemplo saber porqué me buscaban. Algo que yo también habría querido saber. Un tanto alejado como estaba de la ovnilogía, me pregunté si se debería a mis antecedentes estudiantiles, o quizás algo vinculado a mi trabajo. Con veinte años, la situación, no me molesta admitirlo, me provocaba mucho miedo. Si lo hubiera vinculado a la ovnilogía, tal vez el miedo hubiera sido mayor.
Esa misma noche mi padre se comunicaba con la seccional de policía a la que correspondía mi domicilio, donde no sólo le manifestaron que no había ninguna solicitud de información respecto de mi persona sino asimismo se mostraron muy extrañados por un procedimiento, aunque fuera perteneciente a alguna otra área de nuestra benemérita Policía Federal, que no les hubiera sido anticipado. Al día siguiente llegué a mi trabajo muy temprano; había recordado que un gerente de la firma tenía fluidos contactos con estamentos superiores de la Policía, y tal vez él pudiera averiguar algo. Negativo. Después de un par de semanas —y me consta que el hombre hizo el mejor esfuerzo, llegando hasta la Superintendencia de la Policía Federal, la ex Coordinación Federal de triste memoria— nadie sabía quiénes eran los policías con auto negro y perro.
Eran épocas oscuras de dictadura militar sin derechos civiles ni hábeas corpus. Viví —vivimos— con temor un par de semanas. Cierto día, un viernes, cuando la encargada salía a hacer ciertos quehaceres cerca del mediodía, encontró frente al tablero de los “porteros eléctricos” a uno de los policías de la visita anterior. Ahora, quizás menos nerviosa que la vez pasada, me lo pudo describir en detalle: no muy alto (le calculó alrededor de 1,65 m.), muy delgado (sus palabras fueron “el uniforme le quedaba como tres talles por demás grande, y de la gorra, ¡ni hablar!”), la piel oscura, extrañamente cetrina, ojos negros y nariz demasiado ganchuda. Le llamó la atención no distinguir otros uniformados, ni el auto ni, por supuesto, el enigmático can. Dijo que el hombre sólo la miró y en voz baja, casi sibilando, espetó:
-¡No contestan en el “5ºA”! —tal el piso y departamento que ocupábamos entonces).
-Lógico. No hay nadie. Están trabajando —argumentó previsiblemente la empleada.
-Entonces dígale a ese pendejo que se aleje de los OVNIs —fue cuando el auto negro, con un solo policía manejando (y sin perro) apareció por una esquina, sobre él subió el extraño hombre de la ley, y desaparecieron.
Jamás regresaron.
Tal vez ustedes no me crean si les cuento que fue una nimiedad, una sola palabra en esta respuesta, lo que me hizo sentirme incómodo. Pregunté y repregunté a la pobre mujer el sentido exacto de las palabras empleadas y todas las veces, muy segura, me repitió exactamente las mismas. ¿Policías molestos con un investigador de OVNIs? Absurdo. ¿Con una mascota? Anacrónico. ¿Un auto negro? Fantástico. Pero había un elemento más para estar seguro que no eran policías. Y si bien el vocablo “pendejo” les sería muy propio, en los giros idiomáticos usuales en nuestros regionalismos se diría “que la acabe con los OVNIs”, “que la corte con los OVNIs”, “que la termine con los OVNIs” pero nunca “que se aleje de los OVNIs”. Demasiado estudiado.
Y si ustedes alguna vez leyeron “Triángulo Mortal en la Argentina” (si no lo hicieron; bueno, es una lástima), la aparición inopinada de caballeros vestidos de policías que no son policías en un auto negro y siempre —casi una constante— con algún detalle bizarro y absurdo (aquí el perro) les haría cerrar la ecuación con una sola expresión: MIBs. Men in Black; u Hombres de Negro, si lo prefieren.
Ya lo comenté en otro artículo sobre este mismo tema: dos cosas absolutamente ilógicas parecen signar todas las apariciones de MIBs. La primera, que nunca son los investigadores de primera línea los visitados por ellos. En este sentido, mi anécdota, vista fríamente, más que ensalzar mi ego tendería a deprimirlo: si recibí su visita fue precisamente porque no era tan importante, después de todo. Por supuesto, la tendencia instintiva es a descreer los relatos de desconocidos o semi desconocidos en cuanto a las apariciones de estos seres. Alguna vez, yo mismo creí (hasta que me ocurrió, lógicamente) que se trataban de seguidillas de hechos más o menos casuales vinculantes de personalidades un tanto paranoicas con cuanto loco anda suelto por ahí. Hoy en día, y debo admitir que en buena medida a instancias de las reflexiones que me surgieron a raíz del episodio que viví tan de cerca, sospecho otra cosa: si bien no estoy en condiciones de afirmar que los MIBs sean necesariamente extraterrestres camuflados, todo me señala que forma parte inextricable del fenómeno OVNI, no sólo porque se arrogue tal relación sino por compartir simbólica y formalmente su misma estructura ontológica.
El OVNI es un absurdo, qué duda cabe: su comportamiento en los cielos parece destinado a sacudir los fundamentos de las creencias mismas de la humanidad, y muchos autores han teorizado que la Inteligencia que se mueve detrás de ellos se comporta precisamente de forma tan absurda porque, a semejanza de un cósmico koan zen (un acertijo sin respuesta racional que destruye las creencias preestablecidas del estudiante), busca afectar al Inconsciente Colectivo de la humanidad para provocar un salto cuántico en la evolución de su mentalidad. Por ello, los OVNIs no aterrizan de una buena vez en las afueras de la Casa Blanca: porque su efecto demoledor de paradigmas sólo funciona actuando detrás de bambalinas, orillando la credulidad, moviéndose al filo de la realidad cotidiana, sospechosamente intuido pero nunca confirmado.
La duda, la ansiedad intelectual, la emocionalidad subyacente que el fenómeno viene generando a través de las décadas es lo que genera el efecto buscado: una variable emotiva distinta en la línea del pensamiento histórico de nuestra especie.
Lo que quiero decir es que, si la Inteligencia que se mueve detrás de los OVNIs más que netamente extraterrestre es extradimensional, lo que equivale a hablar de entes de una Realidad paralela, y si a nuestra percepción esos entes no son distintos a lo que históricamente conocemos como “entes espirituales”, a esa Inteligencia le será más fructífero a sus fines un cambio gradual pero evidente en la psicología de las masas que en el hecho físico, anecdótico y mediático de aparecerse a las puertas de la ONU. El “para qué” será motivo de otro trabajo.
Y es evidente que el fenómeno MIB comparte esta “ilogicidad” con todo el fenómeno OVNI: al igual que él, no se aparece a los personajes principales del teatro universal, sino a los actores secundarios de los sainetes pueblerinos. No se hace visible ante un presidente que a golpe de decreto puede cambiar la forma de pensar de las masas; se aparece a decenas, a miles de Juanes o Marías cotidianos que en sus relatos, sus sueños subsiguientes y sus creencias aglutinarán en una o dos generaciones un nuevo molde de ideas, a caballo quizás entre lo religioso y lo lógico, entre el demonio y los marcianos.
Esa “absurdidad” de los MIBs campea en sus mensajes, en los aspectos ridículos de los episodios (recuerden al “hombre del cable verde”, quienes ya me han leído en otra ocasión), en el vago toque “retro” y hasta “kitsch” de sus personajes, como escapados de una mala película norteamericana de los ’50 con estereotipados gángsters, para colmo en ocasiones de rasgos orientales (que siempre hicieron el papel de “malos” en esas películas) mezclados, en quién sabe que confusa recepción satelital de nuestras remotas transmisiones de TV, con reportajes en vivo desde el “Coven 13” de MTV.
El informe típico sobre MIBs es más o menos como sigue: poco después de haber observado un OVNI, el sujeto recibe una visita. Con frecuencia, esto ocurre tan pronto que todavía no se ha concluido ninguna investigación oficial y, en muchas ocasiones, sin estar siquiera precedida por la denuncia del caso. Dicho en otras palabras: los visitantes no pueden haber obtenido de forma normal la información que poseen, sobre todo cuando en esas entrevistas suelen remitirse a experiencias o circunstancias de la vida privada del testigo, en ocasiones remotas en el tiempo y que no son siquiera de conocimiento de sus más cercanos familiares.
La víctima está, casi siempre, sola en el momento de la visita, generalmente en su propia casa. Sus visitantes, que suelen ser tres, llegan en un coche negro. En Estados Unidos, un Cadillac; aquí en Argentina —y es sabido que los MIBs en muchas ocasiones cambian sus atuendos por uniformes militares— en un Ford Falcon, automóvil de triste recuerdo para la memoria colectiva, claro que no color verde como los que acostumbraban cometer tropelías en tiempos de las dictaduras militares, sino negro. Al mismo tiempo, aunque se trata de un automóvil antiguo, lo más frecuente es que esté en perfectas condiciones, que esté escrupulosamente limpio por dentro y reluciente por fuera, y que presente incluso el inconfundible olor a “coche nuevo”. Si el sujeto anota el número de matrícula y lo investiga, descubre siempre que se trata de un número inexistente.
Los visitantes son casi siempre hombres; muy raramente aparece una mujer, pero nunca más de una. Su aspecto se ajusta a la imagen estereotipada de un agente de la CIA o de los servicios secretos: llevan trajes oscuros, sombreros oscuros —¡aún en esta época!— zapatos y calcetines negros, camisas blancas. Los testigos comentan a menudo su aspecto impecable: toda la ropa que llevan parece recién comprada.
Los rostros de los visitantes son descriptos generalmente como vagamente extranjeros, casi siempre, como dijimos, “orientales”; muchas descripciones hablan de ojos almendrados. Cuando su piel no es oscura, suelen estar alternativamente muy tostados o exageradamente blancuzcos. A veces aparecen toques extraños, en varios casos, ¡labios pintados!. Vagamente amenazantes, sus insinuaciones parecen ser de aquellas que tantos gustan a los guionistas mediocres de Hollywood: “¡Caramba, señor X, me temo que no me está diciendo la verdad!”, o “Si quiere que su esposa siga siendo bonita, le conviene darme esas fotografías”.
Todo esto provoca la “sensación imitativa extraterrestre”. Unos alienígenas bastante chuscos, decididos a impedir que nuestros heroicos ciudadanos pasen sobre las formalidades burocráticas del gobierno y desvelen el misterio de los OVNIs, deciden infiltrarse entre la población para llevar adelante sus cometidos. Pero, extraterrestres al fin, interpretan de manera confusa una de sus pocas fuentes de información remota sobre nuestra civilización: la películas de TV que, como se saben, viajan a caballo de ondas electromagnéticas hasta los mismos confines de nuestra Galaxia. Allí aprenden cómo deben vestirse los malos, pero, claro, la película le llega con unos cuarenta años de retraso e ignorantes de la frívola modificación de la moda temporada tras temporada, nada les hace sospechar que las costumbres de vestuario han cambiado. Así que se fabrican esas pilchas y de paso unos automóviles a la misma usanza, y quizás por medios extrasensoriales obtienen la información que desean sobre el testigo y su entorno.
Se materializan entonces casi a las puertas de su domicilio y progresan con su cometido. Pero en el camino cometen ciertos errores: algún lejano episodio de “Viaje a las Estrellas” les sugiere la conveniencia de algunos detalles como cables que entren y salgan del cuerpo: cautivados por los labios sensuales de tanta actriz de teleteatro, se preguntan porqué, en aras de verosimilitud, no añadir este toque de rouge también. Y en cuanto al lenguaje, si su fuente de información —siempre hipotéticamente— son nuestros medios masivos de comunicación, no sólo es comprensible que sea tan forzadamente estereotipado: sólo espero que no empiecen, en los próximos encuentros, a proferir las barbaridades que escuchamos todos los días.
Más evidencias de estilos pasados de moda: cuando en 1972 el investigador Frank Marne, domiciliado en Pittsburg, Estados Unidos, recibió la visita de tres supuestos militares interesados por sus investigaciones, una de las cosas que más llamó la atención de Marne fue la extrema pulcritud de sus uniformes de gala del Ejército norteamericano... pero con el estilo de la guerra de Corea, unos veinte años antes.
En septiembre de 1976, el doctor Herbert Hopkins, médico e hipnólogo de 58 años de edad, trabajaba como consultor en un caso de teleportación en Maine (Estados Unidos). Una noche en que su esposa e hijos habían salido dejándole solo, sonó el teléfono y un hombre que se identificó a sí mismo como vicepresidente de la Organización de Investigaciones OVNI de New Jersey solicitó entrevistarse con él para discutir el caso. El doctor Hopkins aceptó, pues en aquél momento le pareció lo más natural. Se dirigió a la puerta trasera para encender la luz para que el visitante pudiera encontrar el camino desde el estacionamiento, y vio al hombre que ya estaba subiendo los escalones de la entrada. “No vi ningún coche, pero aunque lo hubiera tenido es imposible que llegara a mi casa con tanta rapidez desde ningún teléfono”, comentó más tarde asombrado (es obvio que no eran tiempos de teléfonos celulares).
Pero en aquél momento el doctor Hopkins no experimentó sorpresa alguna, y acogió al visitante. El hombre vestía traje negro, sombrero, zapatos y corbata negros y camisa blanca. Pensó que su aspecto era el de un empleado de una funeraria. Sus ropas eran impecables: el traje, sin arrugas, y la raya de los pantalones, perfecta. Al quitarse el sombreo vio que era completamente calvo, y que carecía de cejas y pestañas. Su palidez era cadavérica, y sus labios eran de un rojo brillante.
En el transcurso de la conversación se frotó los labios con un guante, de ante gris, y el doctor se sorprendió al comprobar que los llevaba pintados.
Sin embargo, fue más tarde cuando el doctor Hopkins reflexionó sobre lo extraño del aspecto y de la conducta de su visitante. En aquél momento siguió la conversación con toda naturalidad, considerando que el episodio formaba parte de su actividad profesional. Cuando concluyó la charla sobre el caso que motivaba la reunión, el visitante afirmó que el doctor tenía dos monedas en el bolsillo relacionadas con el episodio. Le pidió al doctor que pusiera una de las monedas en su mano y él así lo hizo. El extraño dijo al doctor que mirara la moneda, no a él; mientras lo hacía la moneda pareció desenfocarse y luego se desvaneció gradualmente. “Ni usted ni nadie más en este planeta volverá a ver esta moneda otra vez”, dijo el visitante.
Después de hablar un rato más de los tópicos acerca de los OVNIs, el doctor Hopkins advirtió que el visitante hablaba más despacio. El hombre se levantó tambaleándose y dijo muy despacio: “Mi energía se está agotando, debo irme ahora. Adiós”. Se encaminó vacilante hacia la puerta y bajó los peldaños con inseguridad, de uno en uno. Hopkins vio una luz brillante en la carretera, una luz blanco – azulada y de brillo distinto a la de los faros de un auto. En aquél momento, sin embargo, supuso que se trataba del coche del extraño, aun cuando ni lo vio ni oyó.
Más tarde, cuando regresó la familia del doctor, examinaron la carretera, encontrando señales que no podían pertenecer a un coche, pues estaban en el centro de la calzada. Al día siguiente, y aunque el camino no se había utilizado, las marcas ya no estaban.
El doctor Hopkins quedó sumamente alarmado por la visita, sobre todo desde que empezó a plantearse lo extraordinario de la conducta de su visitante. De ahí que siguiera al pie de la letra las instrucciones de aquel hombre; borró las cintas de las sesiones hipnóticas que estaba realizando en relación al caso que le ocupaba, y aceptó abandonar el mismo.
Tanto en casa del doctor Hopkins como en la de su hijo mayor, siguieron ocurriendo incidentes curiosos. Hopkins supuso que tenían alguna relación con la extraña visita, pero nunca supo nada más de su visitante. En cuanto a la Organización de Investigaciones OVNI de New Jersey, tal institución no existía.
El 24 de septiembre, pocos días después de la abracadabrante visita, su nuera Maureen recibió la llamada de un hombre que pretendía conocer a John, su esposo, y preguntó si les podía visitar con un acompañante.
John citó al hombre en un restaurante de la localidad y lo llevó a su casa con el acompañante del mismo, una mujer. Ambos parecían tener entre treinta y cuarenta años, y vestían prendas pasadas de moda. La mujer resultaba particularmente chocante: tenía los pechos muy bajos, y cuando se levantaba daba la impresión de que las articulaciones de sus caderas eran raras. Los dos extraños caminaban con pasos muy cortos, y avanzaban como si tuvieran miedo de caerse.
Aceptaron unas gaseosas, pero casi ni las probaron. Se sentaron torpemente el uno junto al otro en el mismo sofá, y el hombre disparó varias preguntas muy personales a John y Maureen: ¿veían mucha televisión? ¿Qué clase de libros leían? ¿De qué hablaban? Continuamente el hombre manoseaba y acariciaba a su compañera, preguntando a John si todo eso estaba bien y si lo hacía correctamente.
John abandonó la sala por un momento y el hombre trató de persuadir a Maureen para que se sentara junto a él. También le preguntó “cómo estaba hecha”, y si tenía alguna foto de ella desnuda.
Poco después la mujer se levantó y dijo que deseaba marcharse. El hombre también se levantó, pero no hizo ningún movimiento para irse. Estaba entre la puerta y la mujer, y parecía que para ella el único camino para llegar a la puerta era andando en línea recta, directamente a través de él. Al final la mujer se volvió hacia John y le dijo: “Por favor, muévalo, yo no puedo”. De repente, el hombre se movió, seguido de la mujer; ambos caminaban en línea recta. No dijeron nada más; ni siquiera se despidieron.
Octubre de 1932. Poblado esquimal de Anjiku (mil millas al norte de la ciudad de Churchill, Canadá).
Luego de casi tres semanas de no haber recibido los pueblos mineros y pesqueros cercanos ninguna visita de esquimal alguno de esta aldea de menos de cincuenta habitantes (casi todos parientes, con abundancia de matrimonios intrafamiliares), una patrulla de la Policía Montada de Canadá se desplazó hasta la misma en la presunción que hubieran sido víctimas de alguna catástrofe, como una epidemia. Al llegar al lugar, encontraron la más absoluta desolación: la aldea estaba desierta, pero una gran huella de pisadas —que permitió calcular la desaparición en apenas unos días antes de la fecha— se dirigía rectamente hasta un páramo a algunos centenares de metros de la choza más alejada, como si todos los lugareños hubieran caminado en grupo, hasta detenerse y desplazarse, al parecer durante largo tiempo, en forma errática pero sin salir jamás de un círculo de unos cien metros de diámetro.
No se halló cadáver alguno. Las armas estaban en sus lugares (ningún esquimal se alejaría de su vivienda sin su arpón, cuchillo y fusil). Los rescoldos del fuego y los calderos con restos descompuestos de comida señalaban que las mujeres habían abandonado en pleno sus quehaceres domésticos, impresión que se veía ratificada por los dos sacones de piel con agujas de hueso de foca aún atravesadas, en una costura abandonada imprevistamente a medio hacer. Los perros, desfallecientes y temerosos, seguían atados a sus cadenas, las canoas en sus apostaderos. Como en el Mary Celeste todo era como una postal congelada en el tiempo de la vida cotidiana, pero donde se hubiera suprimido a sus protagonistas.
Hombres de negro de tez aceitunada, narices ganchudas, orientales...
Si nos detenemos en este punto tendremos dos opciones: o tirar por la borda la totalidad de los testimonios —aún aquellos bien documentados y acreditados— por considerarlos un atado de sandeces sin sentido alguno; o preguntarnos si detrás de esa apariencia ridícula se esconde algo más. Obviamente, voy por esta segunda opción. Porque si bien es dable esperar que todo fraude, toda historia propia del día de los inocentes muestre la hilacha de ciertas características absurdas, la verdadera avalancha de tales matices en estos testimonios es precisamente y a mi juicio, lo que los hace más sugestivos: si sólo se tratara de una sarta de invenciones, se disimularían más fácilmente si sus aspectos fueran, digamos, más cotidianos. Esas concatenaciones de detalles ersatz es lo que me sugiere que hay una extraña realidad común detrás de todos ellos.
Y aquí regreso a lo enunciado párrafos atrás: su absurdidad es tan evidente que es parte de su naturaleza, una “pauta de comportamiento”, vamos. Una absurdidad que tiene más que ver con la naturaleza de las reacciones que provoca en los destinatarios que con la estructura del fenómeno en sí.
Una absurdidad pletórica de componentes místicos: apariciones y desapariciones fantasmales, poltergeist sistemáticos (que acompañan los días de las víctimas inmediatamente posteriores a las visitas), objetos que aparecen y desaparecen (los estudiosos del budismo tibetano conocen de sobra las técnicas de “tulpas”, literalmente “formas de pensamiento”, mediante el cual los iniciados logran concentrarse tan intensamente en determinadas imágenes que terminan éstas haciéndose visibles y hasta tangibles incluso para observadores escépticos, objetivos y experimentados; verdaderos “fantasmas de la mente” que sobreviven en ocasiones durante días cuando sus creadores se han desentendido de ellas)...
Ya en 1976, el investigador argentino profesor Oscar Adolfo Uriondo, en un meduloso artículo inserto en la ya desaparecida revista “Ovnis: un desafío a la ciencia” señalaba la molesta —cuando menos para los integrantes del pelotón de tuercas y tornillos— pero irrebatible irrupción de la fenomenología parapsicológica dentro del campo de la casuística OVNI. Si bien no es muy procedente tratar de explicar un misterio mediante otro misterio, tampoco sería ético negar las implicancias paranormales que suelen ser el marco de las apariciones de estos objetos; negación que respondería más a un compulsivo deseo de evitar discusiones ríspidas con la ciencia mecanicista que alejara al ovnílogo aún más de ser aceptado en sus templos, que como una honra a la exactitud de la información. Porque cuando aún no se hablaba de channeling ni de maestros ascendidos, cuando Vallée apenas esbozaba tímidamente su teoría del monitoreo desde una Realidad Alternativa, ya entonces, decíamos era evidente un ámbito de superposición referente a ciertas pautas de comportamiento de las entidades asociadas a OVNIs, pautas asociadas a lo que se espera de “apariciones” o, vulgarmente, “fantasmas”.
Mi razonamiento, a partir de allí, es el siguiente: si se admite la realidad casuística de fenomenología paranormal dentro del contexto de la temática OVNI, en testimonios de indiscutible verosimilitud, ¿quién estaría en condiciones de definir el límite exacto de ambos campos? ¿Quién puede lícitamente arrogarse el derecho de decidir hasta qué punto se aceptan manifestaciones parapsicológicas dentro de lo ovnilógico y a partir de qué punto no, excepto cuando ese territorio desdibujado opaca, por su invasión, los juicios apriorísticos de quien, atado desde el vamos a ciertas hipótesis preestablecidas sobre su origen, ve así amenazada su creencia?
Los investigadores de OVNIs y las personas que los han visto no son de ningún modo los únicos que reciben visitas de hombres vestido de negro. Quienes investigaron la resurrección religiosa de 1905 en el norte de Gales, describen las fantasmagóricas apariciones de tres hombres vestidos íntegramente de negro —en contadas ocasiones uno solo— en los (adivinen dónde) dormitorios de líderes religiosos de esas comunidades. Los mismos que relatan, avalados por numerosos testigos, que durante sus manifestaciones multitudinarias extrañas “luces” multicolores revoloteaban sobre la multitud. Una de las predicadoras más reconocidas, Mary Jones, relata en sus memorias como cierta noche, en que una de estas inquietantes visitas se apersonó en el vano de la puerta de su alcoba y le increpaba, una “luz” esférica, blanco azulada, se materializó sorpresivamente dentro de la habitación y descargó un “rayo” sobre el ser, vaporizándolo. Todo esto parece una fantasía delirante, si no fuera por el hecho de que existen evidencias probadas de algunos de los fenómenos relatados, muchos de los cuales fueron presenciados por varios testigos independientes, algunos de ellos abiertamente escépticos.
A lo que apunto es que lo que sabemos acerca de las manifestaciones actuales de Hombres de Negro puede ayudarnos a comprender sus apariciones en el pasado, y viceversa. De una forma u otra, aparecen en el folklore de todos los países, y periódicamente pasan de la leyenda a la vida cotidiana.
El 2 de junio de 1603, un joven campesino se confesó culpable, frente a un tribunal del sudoeste de Francia, de varios actos provocados por su transformación en lobo; había acabado secuestrando y comiendo a un niño. El “hombre lobo” afirmó que estaba actuando bajo las órdenes del Dios del Bosque, del cual era esclavo, un hombre alto y moreno, vestido todo de negro y montado en un caballo negro.
¿Y qué decir del silencioso y no menos misterioso visitante que golpeó a las puertas de la residencia de Mozart para encargarle un Réquiem, con una espléndida paga en efectivo y la consigna de no preguntar sobre su destinatario, réquiem que quedó inconcluso por la muerte del compositor, sospechoso en los últimos momentos que como una broma macabra el réquiem había sido encargado, precisamente, para él? Y es obvio que si en la vida de Mozart debemos buscar razones para su acoso, las mismas seguramente no estarán en sus creaciones sino, quizás, en su filiación masónica.
Todos los evidentes elementos simbólicos en sus apariciones han llevado a algunos autores a postular que los Hombres de Negro no son criaturas de carne y hueso, sino construcciones mentales proyectadas desde la imaginación de quien la percibe, y que adoptan una forma que combina la leyenda tradicional con las imágenes contemporáneas. Sin embargo, no es tan simple como parece: la mayoría de los relatos aseguran que se trata de criaturas reales que se mueven en el mundo real y físico.
En diciembre de 1979, en la ciudad de la entonces Alemania occidental de Tirschenreuth, en el alto Palatinado, por varias semanas la gente no se atrevió a salir de noche de sus casas. Los padres prohibían a sus hijos que fueran por las calles una vez caído el sol; las mujeres, por motivos de seguridad, hacían que sus amigos o parientes fueran a buscarlas al lugar de trabajo. Y todo porque numerosos habitantes se vieron enfrentados a un fenómeno verdaderamente siniestro.
Una y otra vez, aterrorizados testigos acudían a la policía para denunciar el mismo hecho: de la oscuridad surgía repentinamente un coche con las cortinas en las ventanillas laterales, del cual descendían tres hombres vestidos de negro que, ante la mirada de los espeluznados transeúntes, abrían la portezuela trasera y extraían un féretro, abriéndolo en ocasiones. En este punto, los involuntarios testigos recuperaban el control de sus piernas y salían disparados, aunque algunos alcanzaban a atisbar en el interior del ataúd, totalmente vacío, lo que hacía aún más incomprensible y tétrica la actitud de los silenciosos individuos. Varias mujeres tuvieron que ser hospitalizadas en estado de shock, y un par de muchachos con presencia de ánimo para detenerse a algunas decenas de metros y mirar hacia atrás, manifestaron que el enigmático vehículo parecía “desaparecer fundiéndose con las sombras”.
Así que con estas anécdotas y estos parámetros, y puesto a hipotetizar sobre su origen, creo que puede circunscribirse su naturaleza a:
• Agentes extraterrestres infiltrados en busca de silenciar testigos que entorpezcan sus ominosos planes para con nuestra Humanidad.
• Secuaces diabólicos de un inmarcesible Belcebú que usan al satánico fenómeno OVNI para vehiculizar sus innobles propósitos.
• Agentes federales, de organismos gubernamentales o militares, deseosos de monopolizar en aras de su belicismo innato los secretos que puedan llegar a arrancarse al OVNI.
• Una sociedad secreta.
La primera posibilidad es posible pero no probable. Ciertamente, lo que ha silenciado a la gente no han sido los Hombres de Negro sino el propio miedo de los destinatarios. Y en el caso de los que hicieron caso omiso (entre ellos, un servidor), bueno, aquí estamos y seguimos. La segunda opción, de neto corte fundamentalista, ha sido en realidad propuesta por grupos evangélicos —generalmente de filiación pentecostal— y está, a mi criterio, más emparentado con el usufructo del miedo a lo desconocido inherente a los bajos estratos sociales en función de un proselitismo ideológico, que a una cabal identificación de estos oscuros personajes.
Para refutar esta posibilidad (que, como exótico renacimiento medieval, aún he escuchado en fechas cercanas), permítaseme señalar dos detalles: si de entidades espirituales demoníacas se tratara, toda esa parafernalia a lo Bugsy Malone carecería de sentido: simplemente, una vaporosa y sulfurosa aparición en la intimidad del destinatario de la amenaza y a otra cosa, mariposa.
En segundo lugar —y le cabe el sayo de la hipótesis anterior— un demonio, por subalterno que fuere, que no materializara sus maléficos propósitos no sólo perdería autoridad; se expondría al ridículo, situación a la que, como es de público conocimiento, el Príncipe de las Tinieblas no es muy afecto.
¿La tercera opción? ¿Federales o militares pintándose los labios, clavándose los extremos de un hilo de cobre en las pantorrillas, manoseando a sus parejas en público como para ser detenidos por ofensa al pudor o metiéndose en los detalles íntimos de quienes visitan —a quienes, generalmente, sólo amenazan al final de la entrevista— arriesgándose a un fenomenal puñetazo de un marido celoso.. o expuesto in fraganti delito? Los que hemos vivido y padecido épocas de autoritarismo militar sabemos que los mismos, cuando así quieren proceder, no se andan con chiquitas, y si muchos testigos de las apariciones de MIBs no fueran de por sí individuos altamente confiables, personas honestas y respetadas en la comunidad, interlocutores válidos en cualquier instancia judicial, testigos creíbles para cualquier jurado, todo esto habría que echarlo por la borda de lo probable.
Me quedo, entonces, con la tercera posibilidad: una sociedad secreta, que a través de centenares de años ha influido para evitar el avance del conocimiento de la humanidad sobre determinados temas: ayer, logros científicos. Hoy, el contacto abierto con fraternidades extragalácticas, contacto que necesariamente debe ir precedido de la aceptación pública del mismo.
Una sociedad que, por su naturaleza y desarrollo fuertemente emparentado con lo que conocemos como Ciencias Herméticas y Ocultas, le ha puesto en poder de determinadas facultades extrasensoriales o el acceso a fuentes de energías no físicas. Una sociedad secreta puesta al servicio de ciertas entidades —quizás más extradimensionales que extraterrestres— deseosas de impedir un salto cuántico en la evolución de esta Humanidad, y seguramente de otras también. Quizás por una simple cuestión de supervivencia...
Existe un movimiento, a través de la Historia y los gobiernos, que opera desde las sombras para impedirle a la Humanidad progresar demasiado velozmente o en determinadas direcciones, un poder particularmente deseoso de cercenarnos espectaculares progresos científicos y tecnológicos que en distintas confluencias de los tiempos pasados, remotos o cercanos, estuvieron casi al alcance de la mano y que hubieran provocado, de ser reconocidos y alentados, un “salto cuántico” en la historia de nuestra especie. Este Poder detrás del Poder, a quienes llamo los “Barones de las Tinieblas” —y que volveremos a encontrar inquietantemente afines a las motivaciones o aparentes objetivos de cierta clase de visitantes cósmicos— están en permanente conflicto con otra sociedad secreta —llamémosla los “Guardianes de la Luz”— afines a seres extraterrestres o extradimensionales benéficos para con la especie humana.
Sin embargo, sé que puede resultar una tarea ímproba y casi imposible demostrar, más allá de toda duda plausible, la existencia de esa “sociedad secreta”. Simplemente por el hecho que cuanto más fuerte y más clandestina es, menos evidencias habrá dejado de su paso, y ni que pensar en registros escritos u otras de similar tenor. O dicho de otra manera; cuánto más éxito haya tenido en permanecer secreta, aunque parezca una verdad de Perogrullo, más ímprobo resultará demostrar su existencia. Así que la pauta para probar su realidad dependerá de aplicar el razonamiento que si a través del tiempo podemos encontrar personas aunadas por idénticos procederes y objetivos, reivindicando intereses comunes, o eventos o personas, físicas o jurídicas, manipuladas por igualmente extrañas circunstancias que en todos los casos conlleven a consecuencias concomitantes con los objetivos de los sujetos mencionados en primer término, podrá entonces colegirse con bastante fundamentos que los segundos serán víctimas de las maniobras de los primeros, a su vez, hermanados en una mística común; la que sólo puede responder a la fraternización dentro de una organización unívoca.
Porque el accionar de los Barones de las Tinieblas ha apuntado, cíclica, persistentemente —y debo admitir que con éxito— a frenar la evolución de la especie humana. ¿Con qué fines? Tal vez vayamos desvelándolos a lo largo de otras páginas, pero convengan conmigo que de suyo se impone el más obvio: una humanidad ignorante de sus potencialidades, alejada de descubrimientos que podrían provocar un “salto cuántico” en su evolución, es fácilmente manipulable. Distraídos de lo Trascendente, encolumnados detrás de espúreas metas ilusorias, recuerdan aquel comentario de Charles Fort: “¿Acaso las ovejas saben cuándo y cómo van al matadero?”
Y precisamente porque su accionar ha sido exitoso, es que nos resulta muy difícil tomar conciencia de cuánto nos hemos alejado de un camino de crecimiento interior y exterior, cuán lejos podríamos estar en el camino a las estrellas si en ciertos quiebres de la historia, en ciertas curvas de la ruta, no se nos hubiese empujado a tomar desvíos que, en lugar de incómodos, traumáticos pero efectivos atajos, eran en realidad sofisticadas, atractivas y cómodas autopistas hacia la Nada.
De los ejemplos que he mencionado, está llena nuestra crónica. Sobre la que, si les interesa, sabremos regresar.
No obstante, permítanme un último comentario. La hipótesis de una sociedad secreta de origen milenario, dotadas de facultades supranaturales y con fines más psíquicos y espirituales que materiales, casa perfectamente con el modus operandi de los Hombres de Negro. Son necesariamente atemorizantes para el testigo y simultáneamente poco creíbles, de forma que el destinatario sienta hasta vergüenza de dar detalles de su odisea. Porque si fuesen mafiosos típicos o paramilitares puntillosos, la verosimilitud de la historia no sólo desencadenaría investigaciones policíacas y gubernamentales profundas sino que por carácter transitivo daría credibilidad al “episodio OVNI” de ese testigo. Pero si éste, ya sospechado de delirante por haber visto “platillos volantes”, encima declara haber sido visitado por seres vestidos de negro que aparecieron de la nada, con baterías que se descargan, una libido incontrolada, voyeuristas cósmicos de fotos desnudas de la esposa de usted o ese toque femenino de carmín, el delirio es total, el absurdo campea por sus dominios y el testigo es despedido entre risotadas y burlas crueles.
Al igual que todo el fenómeno OVNI, es otro koan: están pero no se ven, influyen sin interferir, marcan la Consciencia Colectiva pero nadie ve a los manipuladores. Se mueven (no podría ser de otra forma) al filo de la realidad.
ADDENDUM
Ya conocen el cuento. Es el de aquél pastorcito (llamado Pedrito en estas latitudes, seguramente con otros nombres en otros lares, como le cabe a toda parábola que se precie de tal) que, para gastar una broma a sus vecinos, anuncia con gritos destemplados la aparición de un lobo. La primera vez los aldeanos, espantados o solidarios, corrieron unos a refugiarse y otros a enfrentar al animal, encontrándose sólo con Pedrito despanzurrándose de la risa. El gracioso repite una, dos veces (supongo que con matices; me resisto a imaginar una caterva de gente tan cretina plausible de caer más de dos veces ante el mismo truco) su broma, tal vez cada vez con menor espectacularidad en los resultados. Hasta que un día sí aparece el lobo y Pedrito, desesperado, desanda corriendo el camino a la aldea, a los gritos anunciando la llegada del depredador. Nadie le creyó, claro. Y las ovejas de Pedrito pagaron las consecuencias.
Si repetí la metáfora (que es seguramente una de las más extendidas del globo) es para que mis lectores tengan frescas en sus mentes las imágenes a las que voy a asociar mi hipótesis: todo parecido con la realidad, doy por sentado, no es pura coincidencia.
En distintos números de AFR hemos ido consolidando la teoría que no solo nuestro planeta se encuentra gobernado desde las sombras por un Poder Oculto (al que llamamos, genéricamente, “Los Illuminati” o “Los Iluminados” sino que ese Gobierno en las Sombras no solo se vale del poder político, militar y sobre todo financiero para sus fines, sino que cuenta con específicos recursos de otra naturaleza (“espirituales”, “psíquicos” o “astrales”, como ustedes prefieran) para la consecución de sus fines. O, invirtiendo los términos de la ecuación: es la posesión de esos recursos lo que consolida su poder político y financiero. Doy un paso más: esos recursos les son facilitados por inteligencias no humanas, a cambio de ser funcionales a los intereses de éstas.
No digo más. No, cuando menos, hasta que cesen las risas.
Es muy, muy difícil (si no imposible) fundamentar una hipótesis en el sólo contexto de un artículo. Como dijera Ernesto Sábato: “la Teoría de la Relatividad explicada en cinco minutos ya no es la Teoría de la Relatividad”. Especialmente cuando la hipótesis es tan ardua, compleja, multifacética, tangencial... Quizás, tendría que hacer un alto aquí, y recomendar al lector recién llegado que primero repase los trabajos ya citados antes de continuar en este punto.
Pero supongamos que ya lo ha hecho; la relación específica entre los Illuminati e inteligencias no humanas (extraterrestres o extradimensionales o atemporales) demanda de mi parte otro trabajo que no está lejano. Hoy, sólo quiero agregar un ladrillo a la pared: advertir cómo ciertos “entretenimientos” pueden estar ocultando otras cosas.
Las operaciones de contrainteligencia nunca han sido, son ni serán sencillas ni obvias. Supongo que debe ser uno de los pocos ámbitos donde no se cumple el principio de economía de la energía; precisamente porque su fin es confundir, despistar y desviar, deben aplicar tácticas basadas muchas veces en el conflicto con el sentido común. Moraleja: cuando frente a lo que llaman una “teoría conspiranoica” las personas que disfrutan llamándose racionales las execran por considerar que carecen de lógica y atentan contra el sentido común, pierden la perspectiva que precisamente eso es lo que buscaron que pensaran aquellos (servicios de inteligencia o poderes estratégicos. No confundamos “tácticas” con “estrategias”. “Estrategia” hace a la pregunta: “¿Qué es lo que busco?”. “Táctica” responde a la pregunta: “¿Cómo lo consigo?”).
De resultas de lo cual, a estas alturas tildarnos de “conspiranoicos”, como ya escribí en alguna oportunidad, deja de ser un insulto o una descalificación para terminare transformándose en el elogio a quienes logramos advertir las piezas que no encajan en el Sistema que diariamente nos tratan de vender. Un sistema que, como parte de su autónoma lucha por la supervivencia, apela a uno de sus órganos más poderosos (en términos de manipulación de las masas) para sus fines: la industria cinematográfica y los medios masivos de ¿comunicación? (Primera gran tautología: un “medio de comunicación” supone un ida y vuelta de ideas. Si sólo somos espectadores pasivos, ya no es un medio de comunicación sino de manipulación, de condicionamiento, con todo lo de pavloviano que encierra este término). Y así, podemos plantearnos que ciertas producciones vinculadas a estas temáticas no están hechas sólo para entretener ,generar millones y, como piensan algunos ingenuos y bienintencionados, “preparar y concienciar” a la gente frente a “otra” realidad, sino todo lo contrario: descomprimir (a través de la exaltación de los sentidos) la curiosidad objetiva y la atención seria puestas en ciertos temas para que, al ser colectivamente tomados en calidad de comedia o ficción, resulten indigeribles para la masa como cuestiones dignas de ser tenidas en cuenta.
Y propongo dos ejemplos:
a. La película “Hombres de Negro”: Antes de ella, el tema de los MIBs si bien no era de conocimiento masivo para el público (recuerdo aún en ciertas conferencias antes del estreno de la cinta cuando los asistentes —salvo que estuvieran empapados en estas cuestiones— enarcaban las cejas con sorpresa e interés cuando uno planteaba el tema) tenía una entidad propia: generaba suspicacia, temor o escepticismo, pero todo ello en el marco de un debate racional.
Después del estreno (y hago excepción, si me permiten el argentinismo, de quienes “son del palo”, es decir, aquellas personas con conocimiento previo y relativamente profundo de la cuestión), ¿quién se toma con seriedad el asunto? Luego de verlo a Will Smith cubierto de moco del alienígena recién nacido, ¿quién puede proponer públicamente el caso (en un programa televisivo, una conferencia, una reunión de amigos) sin que los demás muestren una amplia sonrisa, digan “Ah, sí, yo vi la película” y no falte el idiota que grite aquello de “¡A mí me sienta el negro!” con lo que automáticamente y por asociación todo el verdadero “dossier MIB” quede descalificado?
La cinta no instaura el tema en la opinión pública; ni siquiera allanó el camino a los divulgadores ahorrándoles ante un público neófito largas y tediosas introducciones: por el contrario, la película boicoteó toda discusión popular del tema. Si las inteligencias que operan detrás de los MIBs desean evitar todo conocimiento cierto de la masa sobre sus actividades, esta película les fue sumamente funcional. ¿Coincidencia? No creo en ellas.
b. THE MATRIX: más allá de la espectacularidad visual, Matrix propone alegóricamente lo que planteamos en esta serie de artículos: que la “realidad” no es la Realidad, y que en esa Otra Realidad hay quienes nos explotan a través del Sistema (the matrix). Oh, sí, hasta aparecen nuestros alter ego: Neo, Morfeo y los demás. Muy interesante. Sólo que —otra vez— desde el estreno de la película ya me harté que cada vez que expongo mis tesis ante un público neófito, alguien exclame “muy Matrix para mi gusto”, o “¡Ah!, ¿algo así como en la película?”. Nuevamente: por la exageración metafórica y la exaltación de los sentidos, nuestras prolijas tesis “conspiranoicas” quedan ridiculizadas y, de paso, lo que las ridiculiza genera millones —o sea, fortalece el Sistema—. Muy conveniente.
Incidentalmente, se me ocurre ahora que lo que hace al brazo financiero de los Illuminati tan poderoso es este hecho: que la consecución de un objetivo, además del objetivo en sí, también produce dividendos contables, a diferencia del brazo militar que alcanza objetivos primarios pero los mismos no producen en sí dividendos inmediatos (por favor; no incluyamos aquí los resultados económicos de la producción de armamentos o la explotación de los países sojuzgados —que son innegables— porque esos resultados no pertenecen al Poder Militar sino al Financiero al cual aquél se subordina). Insisto en esto: el Poder Militar necesita destruir —restar— para alcanzar sus propósitos. El Poder Financiero, cuando alcanza sus propósitos, ha generado divisas —suma—. Esa es la razón de la supremacía de éste sobre aquél, y se me ocurre que el Sistema comenzaría a debilitarse el día que el Poder Financiero, para obtener resultados que les sean imprescindibles, deba resignarse a soportar masivas pérdidas.
Pero no volvamos a irnos por las ramas. Lo que he querido consignar en estos dos ejemplos (“Matrix” y “Hombres de Negro”, y mejor no hablemos de “Día de la Independencia”: la sola inclusión del Área 51 en esta película de héroes impolutos con un Bill Putman tan insoportable como George W. Bush pero menos disléxico, le quita toda posible respetabilidad a la cuestión) es que Hollywood ha demostrado ser muy útil a los intereses de los Illuminati.
Por cierto, ahora hasta este epíteto es gracioso después de haber visto a Angelina Jolie/Lara Croft vencerlos a puro colágeno, perdón, balazos...
Ciertamente, no creo que ni los directores, actores o guionistas de estos filmes hubieran sabido a lo que se estaban prestando. Para ellos era apenas un negocio. Claro que hay otras maneras de inficionar la producción: el origen de los capitales, por caso (y las sugerencias que siempre acompañan a los mismos, y sobre las que no se firma recibo). De estas —y otras— maneras es hasta posible obligar subrepticiamente a “alguien del palo” (¿recuerdan el argentinismo?) a terminar siendo involuntariamente útil exactamente a quienes en otro contexto tomaría no menos que como sus enemigos dialécticos. Y como muestra basta un botón...
La sonadísima aparición de objetos voladores no identificados en El Campeche el 5 de marzo del 2004 y fotografiados por aviadores militares mexicanos ha sido reivindicado y vapuleado hasta el hartazgo y aún hoy, cuando no hay un consenso unívoco de interpretación del fenómeno –resulta no menos que curioso la multiplicidad de “explicaciones” escépticas, todas aparentemente tan fundamentadas y sensatas que uno tendería a sentir vacilar su hipotética credulidad si no fuera que recordáramos aquél viejo adagio que decía “no pueden coexistir dos verdades diferentes sobre un mismo hecho”, con lo cual seguimos tan en agua de borrajas como al principio. No es por tanto nuestro objetivo identificar el episodio, sino simplemente acercar algunos comentarios colaterales en la línea que venimos proponiendo en este trabajo.
Como es público y notorio, el hecho tuvo también su sonad repercusión gracias a los oficios de Jaime Maussán, periodista mexicano y apasionado divulgador del tema OVNI. Si bien existe la opinión entre muchos que para Jaime “todo lo que vuela es un OVNI”, si bien es también un hecho que en distintas ocasiones Jaime ha presentado de manera rimbombante hechos y personajes que casi parecían ponernos a las puertas de alguna revelación cósmica y más tarde, tras las oportunas conferencias a lo largo y a lo ancho de México, de ellos no vuelve a saberse nada (remember Jonathan Reed), no puede negarse la importancia mediática en la divulgación del fenómeno que Jaime ha tenido por aquellas tierras. Es, de alguna manera, como nuestro vernáculo Fabio Zerpa (Fabio Pedro Allés, en puridad, ya que “Fabio Zerpa” es su pseudónimo artístico) un ex actor volcado más a la difusión que a la investigación. Denostado no sólo por escépticos sino también —y muy especialmente— por quienes adscriben a una ufología “seria”, yo me pregunto: respecto de quienes andamos promediando la década cuarta de nuestra vida y menos, ¿quién no se inició con Fabio? ¿Quién no leyó con fruición su revista “Cuarta Dimensión” o esperaba su nocturno programa por Radio Splendid de Buenos Aires? Es inútil, guste o no, Fabio fue un pionero.
De la misma manera y en México, seguramente la Ovnilogía no necesitaba antes a Maussán pero, qué duda cabe, a su sombra —aunque ya sabemos que toda sombra excesiva crea humedad y hongos, alimenta parásitos e incuba enfermedades varias—.
Así que, de pronto, algunos creyeron lógico que a él se diera el video filmado por los militares. En un sorpresivo ataque de transparencia mediática, las Fuerzas Armadas de ese hermoso país decidieron que el público ya estaba maduro, por lo visto, para conocer de frente y con semejante aval a estos fenómenos. Y Maussán —quien ciertamente no se ha negado a investigar seriamente el fenómeno— salió a difundir a diestra y siniestra esta “prueba irrefutable” de la presencia extraterrestre.
Sólo que ocurrió un pequeño detalle. Apenas pasadas unas horas, mientras “respetables científicos” explicaban el fenómeno como: centellas, reentrada de algún vehículo espacial (terrestre, se entiende), refracciones de lejanos pozos petrolíferos, inversiones de temperatura, faros de automóviles reflejándose en aisladas capas de nubes, meteoritos, y un largo etcétera.
Los militares, por su parte, reaccionaron escandalizados. Que ellos nunca quisieron hablar de naves extraterrestres, que no avalaban las palabras de Maussán, que... Me pregunto, entonces: ¿por qué se lo dieron a él? ¿Podemos aceptar que estos uniformados sean tan ingenuos de haber confiado en que Jaime haría las cosas “bien” —al darle un material “caliente” a un periodista, podemos discutir horas respecto a qué es hacer las cosas “bien”— sin tener previamente una verdadera “radiografía” del individuo? O para plantearlo directamente: creo que se lo dieron a Maussán porque deseaban que hiciera precisamente lo que hizo: salir a divulgar la “primicia” sin investigar previamente y de manera exhaustiva el material.
Realmente, es necesario no ser periodista para argumentar que ante un notición en manos —¡y exclusivo!— se puede evitar fácilmente la tentación de su divulgación inmediata. El “chequear las fuentes” (axioma ineluctable de todo periodista serio) no fue obviado por Maussán: sus fuentes eran indudablemente confiables. Y seguramente esas fuentes no habrán comprometido su opinión respecto a la “naturaleza extraterrestre”: bastaba sólo algún comentario al paso, y un bien dispuesto como Jaime mordería sólo el anzuelo. Después de todo; si no se admitiera la “posibilidad alienígena” y, como salieron a decir después ls fuentes oficiosas, “nunca se descartó una explicación convencional”: ¿porqué le dieron precisamente a Maussán el video? ¿Porqué no a los numerosos, bien dispuestos y eficientes astrónomos y científicos de diversas disciplinas con que cuentan instituciones oficiales y privadas mexicanas?
Mi opinión —quizás falible, pero ocurre que ustedes están leyendo mi artículo y están condenados a considerarla— es que algún día tendremos de estas “luces” una simple explicación convencional, y lo que fuera una “movida” de Jaime para acrisolar el fenómeno OVNI terminará siendo, de rebote, una operación de contrainteligencia para desprestigiar a este fenómeno, usando a alguien mediáticamente expuesto pero muy permeable a considerar sin demasiadas exigencias metodológicas el material proveniente de observadores tan confiables (recuerden el axioma: “todo periodista serio chequea las fuentes”... “las fuentes”, sí, pero no necesariamente “los contenidos”).
Esencialmente, Jaime compró “mercadería podrida”, como decimos en el oficio. Tal vez no por su naturaleza, pero sí por las intenciones de quienes la entregaron. Es decir: exponer, generar expectativas y después destruir. Ergo, por un lado los militares encuentran así justificado poder afirmar que “la próxima vez procederemos con más cautela” (lo que es casi institucionalizar el secreto), y por otro generar en la opinión pública un refuerzo de la incredulidad y el escepticismo. Lo mismo que hemos señalado a lo largo de este ya un poco extenso artículo.
Por Gustavo Fernández
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