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La leyenda que cuenta los orígenes de Roma es, a grandes rasgos, la siguiente: al caer en manos de los aqueos (griegos) la poderosa ciudad de Troya, sólo un príncipe troyano, Eneas, consiguió escapar del apocalipsis. Llevando a su padre en los hombros y a su pequeño hijo Ascanio de la mano, Eneas pudo embarcarse mientras las llamas devoraban la ciudad. Después de un largo viaje, que incluyo una escala en Cartago junto a la reina Dido, tocó tierra en la península itálica. Tras muchas peripecias, se estableció allí; su nieto fundó la ciudad de Alba, donde sus descendientes reinaron.
La leyenda se acelera y descarta nombres hasta llegar a Numitor. Éste, rey de Alba, fue destronado por su hermano Amulio. Temeroso de que algún día amenazaran su trono, el primer acto de gobierno de Amulio fue ordenar que los dos gemelos que había dado a luz su sobrina, Rea Silvia (hija de Numitor), fueran ahogados en el Tíber. Por supuesto, la orden fue desobedecida, y los hermanos colocados en una cesta que flotó a la deriva hasta que el manso río la depositó suavemente en su orilla, donde los crió un pastor y los amamantó una loba.
Los dos jovenzuelos se llamaban Rómulo y Remo, obviamente, y cuando crecieron fundaron, cerca del lugar donde habían sido salvados, una ciudad a la que llamaron, también obviamente, Roma. Rómulo eligió una de las siete colinas que dominaban el sitio y con un arado trazó un surco circular (sagrado según los ritos), el pomerium, a cuya vera, más tarde, se construiría la primer muralla.
Ni Rómulo ni Remo ni nadie, en verdad, pudo imaginarse que ese pequeño territorio alrededor del Palatino, limitado por el primitivo pomerium, algún día habría de transformarse en el imperio más grande que haya conocido la historia. Nada de aquel precario asentamiento podía prefigurar la derrota de Aníbal, la república y el Imperio, el asesinato de César y el esplendor de Augusto, la serena cultura de Adriano y la tétrica fatalidad de Nerón.
Tal es la leyenda que los poetas romanos (como Virgilio) cantaron y los historiadores romanos (como Tácito y Tito Livio), con ligeras variantes, aceptaron blandamente, fijando la fundación en el año 753 a. de C., fecha que devino oficial.
Los historiadores de los siglos XIX y buena parte del XX, en cambio, desestimaron la tradición y la historia de Roma universalmente aceptada sostuvo que los orígenes de la ciudad se remontaban a un conglomerado de aldeas dispersas alrededor de las siete colinas, unificadas más tarde por los reyes etruscos que hacia el 625 a. de C. desecaron los pantanos, pavimentaron por primera vez el Foro —centro de la vida cívica romana por siglos— y unificaron políticamente a los habitantes de las Siete colinas.
La historia de los primeros reyes de Roma (Rómulo, Numa Pompilio, Tulio Hostilio) se catalogó como puramente legendaria. Lo mismo ocurrió con la fecha fundacional (753 a. de C.). A los ojos de los historiadores, Roma había empezado a funcionar como una ciudad más de un siglo después. Pero la investigación muchas veces conspira a favor de la leyenda.
En 1987, el arqueólogo Andrea Carandini de la Universidad de Pisa, excavando intensivamente el monte Palatino encontró una configuración del suelo que se extendía en línea recta por varios metros: la formación del terreno que habitualmente señala la presencia de una muralla.
No una sino tres murallas superpuestas aparecieron; la datación de la más antigua dio una fecha muy próxima a la fundación legendaria: fines del siglo VIII a. de C. En noviembre de ese año, Carandini encontró algo todavía más jugoso: evidencias de la existencia de un surco de diez metros de ancho y tres de profundidad a lo largo del borde exterior de la muralla: el mismísimo pomerium.
Así, pues, la actual historiografía de Roma, a la luz de los nuevos hallazgos arqueológicos, recupera el peso de la tradición.
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