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Antes de que figuras como Hitler o Iván el Terrible se convirtieran en sinónimo de terror, el emblema del miedo en tiempos antiguos fue Atila el Huno, el caudillo que puso en jaque al Imperio romano en el siglo V. Su reputación lo llevó a ser conocido como «el Azote de Dios». No obstante, su historia no se reduce a la violencia: también es la de un líder excepcional, capaz de negociar, comandar ejércitos y empuñar la espada con igual destreza.
Año 452 d.C. Luego de una campaña relámpago por el norte de Italia, Atila, rey de los hunos, dirige a sus tropas hasta las puertas de Roma. La capital del mayor imperio del mundo antiguo se encuentra ahora a merced de este implacable jefe guerrero. Su pueblo, que apenas unas generaciones antes había irrumpido en Europa como una tempestad surgida de las estepas de Asia Central, había arrasado el continente con una fuerza que transformó su destino.
Pero fue Atila quien logró unificar a las tribus hunas. Desde que asumió el liderazgo en el año 434, se transformó en uno de los gobernantes más poderosos del mundo. Para sus enemigos, no cabía duda: este hombre formidable era «el Azote de Dios».
Atila el Huno figura entre los conquistadores más exitosos de la historia. En el punto más alto de su poder, mantenía bajo control a casi todas las tribus bárbaras de Europa, mientras con el otro brazo amenazaba con aplastar al Imperio romano.
Sus campañas militares también le valieron una fama menos honorable. Hace algunos años, la revista Time pidió a un grupo de historiadores que elaborara una lista con los diez hombres más odiados de la historia. Adolf Hitler encabezó la nómina, pero varios colocaron a Atila en los primeros puestos. Para muchos, su nombre sigue evocando imágenes de barbarie, terror y destrucción.
No obstante, su figura no es vista con la misma severidad en todas partes. En Hungría, por ejemplo, no solo es considerado un héroe nacional, sino que «Atila» es un nombre de uso común. En varias de las regiones que conquistó, se lo recuerda como un gobernante sabio y justo. Incluso en Estados Unidos, su legado ha sido objeto de una reevaluación: en 1985, el libro Los secretos de liderazgo de Atila el Huno despertó gran interés entre líderes políticos y empresarios. Como su protagonista, el libro no tardó en volverse controvertido.
Aunque probablemente merezca parte de su reputación de bárbaro, conviene tener en cuenta que muchos historiadores que cimentaron su imagen demoníaca actuaron movidos por profundos prejuicios religiosos y culturales. De ese sesgo nacieron mitos duraderos, muy alejados de los hechos comprobados. A su vez, estas versiones contrastan con leyendas que lo retratan con un aire casi heroico.
El verdadero Atila fue cruel, carismático y dotado de un talento fuera de lo común. Al heredar el trono, logró lo que nadie antes: unificar por primera vez a las tribus hunas. Bajo su mando, se convirtieron en una fuerza prácticamente invencible.
No todas sus victorias, sin embargo, se lograron mediante la guerra. También fue un hábil negociador y un líder que supo combinar firmeza con una sorprendente dosis de justicia y modestia.
En combate, sus ejércitos eran una fuerza imparable que arrasaba con todo a su paso. Bastaba una sola palabra suya para desintegrar reinos y sacudir los cimientos de imperios.
Los orígenes de Atila fueron tan oscuros como veloces sus conquistas. Se estima que nació hacia el año 400 d.C., aunque el lugar exacto permanece desconocido. Algunos historiadores creen que su nombre proviene del río Volga, llamado Atil por los hunos, territorio que su padre, el rey Munsurk, habría conocido bien al conquistar una región cercana. Otros sostienen que «Atila» era simplemente la palabra huna para el hierro.
Desde su nacimiento, empero, parecía destinado a la grandeza. Durante el reinado de su padre, los hunos expandieron su dominio hacia el sur y el oeste. Apenas unos años después de su nacimiento, cruzaron los Cárpatos y fundaron un gran imperio en lo que hoy es Hungría.
El imponente Danubio marcaba entonces una frontera natural entre los hunos y sus vecinos del sur. Pero esa barrera no se mantendría por mucho tiempo.
En su nuevo asentamiento, los hunos conservaron el estilo de vida nómada que habían llevado durante milenios en las extensas planicies eurasiáticas. Criaban caballos, ganado, ovejas y cabras, y vivían en movimiento constante, trasladándose en carretas de madera, cargando sus pertenencias mientras seguían el curso de los ríos y las tierras de pastoreo.
A medida que se internaban en nuevos territorios, se enfrentaban con diversas tribus germánicas —gépidos, godos y vándalos, entre otras—, que pronto sintieron el peso de una tradición huna aún más temida: la guerra rápida y devastadora. Los hunos arrasaban con todo aquello que se interpusiera en su camino. Los afortunados huían al sur, cruzando el Danubio, o al oeste, hacia el otro lado del Rin, buscando refugio entre los romanos.
Para Roma, cualquier pueblo que no hablara latín o griego era considerado bárbaro. Pero nunca se habían enfrentado a una raza como los hunos. De hecho, hasta finales del siglo IV, ni siquiera habían oído hablar de ellos. Para entonces, el nombre de Atila ya despertaba inquietud. Algunos no los veían como humanos. Eran considerados bárbaros incluso por otros bárbaros. Mientras los germanos cocinaban su carne, los hunos la comían cruda. Según los romanos, vivían a caballo, dormían sobre sus monturas y hasta hacían el amor en sus carretas. No tenían casas, no usaban ropa limpia, eran distintos, salvajes, impredecibles. En definitiva, imposibles de confiar. Al menos, eso contaba la mitología romana.
Muchos sacerdotes veían en los hunos una manifestación del castigo divino por los pecados del imperio. El único consuelo era que los hunos aún se encontraban divididos en múltiples grupos, cada uno bajo el mando de un rey distinto. Pero esa fragmentación pronto llegaría a su fin.
Tras la muerte de Munsurk, ocurrida poco después del nacimiento de Atila, este y su hermano mayor, Bleda, quedaron al cuidado de sus tíos. De los tres, Ruga era el más influyente, y Atila se convirtió en su sobrino predilecto. Fue él quien se aseguró de que el joven aprendiera a montar a caballo antes que a caminar, a usar arco y flecha a los tres años y sable a los cinco. Una infancia típica para un joven huno.
Los guerreros hunos eran famosos por su destreza con el arco, especialmente a caballo. Sus ataques eran tan veloces y certeros que quienes sobrevivían a ellos quedaban marcados de por vida. Las crónicas imperiales repiten una y otra vez la misma imagen: hordas de jinetes fundidos con sus monturas, desatando una embestida en una sola dirección. Para los ejércitos romanos, aquello no era simplemente una batalla: era una experiencia aterradora, sin precedentes.
Durante la niñez de Atila, los hunos no solo continuaron arrasando territorios bárbaros vecinos, sino que también comenzaron a lanzar incursiones sorpresa sobre las provincias orientales del Imperio romano. Roma, para entonces, ya no era la potencia de antaño. El imperio se había dividido en dos: el de Oriente, con sede en Constantinopla, y el de Occidente, cuya capital pasó de Roma a Milán, y luego, en 423, a Rávena.
Aunque el cristianismo ya era religión oficial desde el siglo IV, el imperio seguía desangrándose por divisiones teológicas, disputas violentas, intrigas palaciegas, asesinatos políticos y golpes de estado. El trono solía estar en manos de figuras débiles, mientras el verdadero poder era ejercido por eunucos, chambelanes, madres, hermanas o generales conocidos como Maestros de Soldados. Muchos de estos líderes ni siquiera eran ciudadanos romanos, sino jefes bárbaros que dirigían ejércitos compuestos en gran parte por tribus aliadas o mercenarios.
En tiempos así, los romanos respondían al fuego con fuego: usaban bárbaros para combatir a otros bárbaros.
Alrededor del año 410 d.C., el Imperio de Occidente intentó pactar la paz con los hunos. Como gesto de buena voluntad, envió a un joven noble como rehén para vivir en la corte huna. Su nombre era Flavio Aecio. Allí aprendió la lengua, costumbres y tácticas de sus anfitriones, y entabló amistad con el joven Atila.
Poco después, los destinos se invirtieron: Atila fue enviado como prenda a la corte del Imperio de Occidente. Durante su estancia en Roma, adquirió un vasto conocimiento sobre su enemigo: su idioma, cultura y estrategia militar. Aún así, Atila nunca sintió admiración por lo que vio. Despreciaba la corrupción y decadencia que permeaban aquella sociedad. Conocer Roma fue suficiente para odiarla.
Para el año 420, ambos jóvenes fueron devueltos a sus respectivos pueblos. Aecio, de vuelta en Roma, comprendió que era más sensato tener a los hunos como aliados. Atila, en cambio, regresó con una promesa grabada en su interior: «Algún día volveré a Italia, no como prenda, sino como conquistador».
Los hunos no dejaron registros escritos. Todo lo que se sabe sobre Atila proviene de fuentes externas, muchas de ellas posteriores a su muerte. Algunos lo describieron como una figura demoníaca; otros, con un aire casi romántico. Pero existe un testimonio especialmente valioso: el del historiador griego Prisco, quien lo conoció en persona durante una misión diplomática al campamento huno.
«Fue un hombre que nació para sacudir las razas del mundo, un terror para todas las tierras que, de una forma u otra, atemorizó a todos por las noticias terribles propagadas sobre él. Era altanero en su corte, orgulloso, lanzaba miradas a todos lados para que su poder fuese evidente, incluso en los movimientos de su cuerpo. Amante de la guerra, era reservado en sus acciones, dado a recibir consejos, amable con sus súbditos y generoso con aquellos a quienes había otorgado su confianza. Era bajo de estatura, con un pecho ancho, cabeza masiva y ojos pequeños; tenía poca barba, su nariz era chata y su tez morena, mostrando así los signos de su raza» (Prisco).
Sin embargo, aunque Prisco era historiador, también era griego, aristócrata y romano de cultura, y observaba a Atila a través del lente de su propia cosmovisión. ¿Era realmente así el líder huno, o esa imagen era el reflejo del prejuicio y el asombro del propio Prisco? En el mundo antiguo, mito e historia solían entrelazarse sin distinción. Lo que hoy consideramos relato objetivo, ellos lo entendían como una buena historia —y si la historia era buena, se aceptaba como verdad—. Aun así, el testimonio de Prisco sigue siendo una de las fuentes más cercanas y valiosas que poseemos.
'La fiesta de Atila', cuadro del pintor húngaro Mór Than. Se basa en el fragmento de Prisco, al que representa de blanco en la parte derecha, sosteniendo su libro de historia.
Atila apenas había dejado la adolescencia cuando comenzó a dirigir a los hunos en el campo de batalla. En sus veintes, acompañó al rey Ruga en todas sus campañas militares y misiones diplomáticas. Para cuando cumplió 32 años, ya había invadido Italia en dos ocasiones. No lo hizo con intenciones de conquista, sino para prestar ayuda a su viejo amigo Aecio, quien luchaba por el poder en medio de un Imperio romano de Occidente convulsionado.
Aunque su ayuda fue recompensada, el mayor beneficiado fue Aecio, quien obtuvo el título de Magister Militum (‘Maestro de Soldados’) y se convirtió en el hombre más poderoso del Imperio occidental. Durante la década siguiente, Atila fue su aliado más leal y su fuerza más temible. Mientras se le pagara por sus servicios, los enemigos de Aecio serían también los enemigos de los hunos.
Cuando estalló una rebelión en la Galia, Atila no tardó en responder. Sus guerreros aniquilaron a los borgoñones y mataron a su rey. Luego aplastaron a los godos, dejando un rastro de destrucción a su paso. Siguieron hacia Toulouse, la capital de los visigodos. Desesperados, estos enviaron obispos para implorar por la paz. Un escritor romano, con amarga ironía, resumió la situación con una frase lapidaria: «Mientras depositaban su esperanza en Dios, nosotros la depositamos en los hunos».
La muerte del rey Ruga, en el año 434, fue celebrada en el Imperio romano de Oriente. Ruga se encontraba en guerra con el Este, y su desaparición encendió esperanzas de paz. Pero esas expectativas no durarían. El nuevo interlocutor de Roma sería Atila.
Lejos de ser un alivio, el cambio fue un golpe duro. Atila exigió al emperador de Oriente un tributo anual de 700 libras de oro, el doble de lo que se le pagaba a su predecesor. Reclamó además rescates por cada prisionero romano en su poder y se aseguró de que todos sus súbditos regresaran sanos y salvos desde territorio imperial. Impuso, además, restricciones claras: los romanos no podrían sellar alianzas con enemigos de los hunos, ni interferir en el comercio a lo largo del Danubio.
El tratado fue firmado en el año 435. La era de Atila había comenzado.
Atila según la descripción de la Iglesia.
Teodosio, el emperador del Imperio romano de Oriente, sabía que una paz costosa y humillante era preferible a una guerra que no podría ganar.
Para Atila, los tratados con los romanos eran una forma más de combate: una guerra sin violencia. El tributo anual que recibía de ambos imperios no era otra cosa que una sofisticada extorsión. Lo mismo ocurría con los regalos que le ofrecían durante las negociaciones. Cada libra de oro arrebatada a los romanos y cada carreta de botín obtenida en ataques sorpresa incrementaba su influencia, tanto dentro de su imperio como fuera de él. La riqueza era poder, y con cada libra que cruzaba el Danubio, Atila se volvía más poderoso, más temido... y los romanos, más humillados.
No obstante, esa paz frágil con el Imperio de Oriente no duró mucho. En el año 440, los hunos capturaron a un obispo romano que había cruzado el Danubio y profanaron tumbas en su territorio. La respuesta fue inmediata. Atila, furioso, cruzó el río al mando de su ejército y arrasó un poblado comercial romano. La ofensiva fue brutal: los jinetes hunos, implacables, cortaban a los enemigos en pedazos. Lo que no fue destruido por el ímpetu de su caballería, cayó ante las técnicas de asedio de sus ingenieros, muchos de ellos prisioneros romanos expertos en demoliciones. Ni las murallas más sólidas resistieron.
Ciudad tras ciudad fue saqueada y reducida a escombros. Las victorias de Atila se acumulaban al tiempo que los romanos sufrían una serie de derrotas devastadoras. Para el otoño de 442, gran parte de los Balcanes —incluidas las regiones que hoy son Bulgaria, Grecia y los territorios de la antigua Yugoslavia— estaban bajo control huno.
Teodosio, derrotado y humillado, imploró una nueva paz. Esta vez el precio sería aún más elevado. Atila exigió un pago inmediato de 6.000 libras de oro y un tributo anual de 1.000 más. El emperador no tuvo otra opción que aceptar.
Pese a la constante guerra, la vida de Atila no se reducía a la conquista. En su campamento, solía ejercer justicia entre su gente, resolviendo disputas menores que llegaban a la puerta de su tienda. También se entretenía con danzas, bufones y poetas. Durante este período contrajo matrimonio con su primera esposa, Arika, quien le dio cuatro hijos. El más joven, Irnak, era su favorito. Una profecía aseguraba que, aunque el imperio de Atila caería, Irnak sería quien lo reconstruiría.
Mientras tanto, los escritores cristianos alimentaban la leyenda del salvajismo huno. Lo pintaban como una bestia inhumana, como el mismísimo demonio encarnado. Fue en este contexto que surgió el apodo que aún lo persigue: «el Azote de Dios». Lo que no imaginaron esos propagandistas era que aquella imagen de horror terminaría jugando a favor de Atila. Cuanto más temido era, más fácil le resultaba someter a sus enemigos sin necesidad de blandir la espada.
A pesar de su fortuna y prestigio, Atila conservaba una vida modesta, casi espartana. El historiador griego Priscus, durante una visita al campamento huno, quedó perplejo al ver al gran rey comer con platos y cubiertos de madera, mientras sus generales lo hacían con vajilla de plata. Rechazaba los manjares servidos a los demás y prefería alimentos simples, como la carne. No usaba oro, ni gemas, ni ropa ornamentada. Su poder se sostenía, paradójicamente, sobre la modestia.
A veces, cabe destacar, esa mezcla de sencillez y autoridad podía tornarse peligrosa. En una ocasión, un poeta lo comparó con Dios en uno de sus versos. Atila, profundamente ofendido por tal exageración, estuvo a punto de hacerlo ejecutar.
En el año 444, su hermano Bleda murió en circunstancias poco claras, aunque todo indica que fue asesinado. Con su muerte, Atila se convirtió en el gobernante absoluto del Imperio huno. Fue entonces cuando ocurrió un hecho que marcaría simbólicamente el destino de su reinado. Un pastor pidió audiencia con el rey. Traía consigo una antigua espada que, según dijo, había encontrado en un campo mientras pastaba su ganado. Atila la examinó detenidamente. Los chamanes la reconocieron de inmediato: era la legendaria espada sagrada de su pueblo, perdida desde tiempos inmemoriales. Según la tradición huna, aquel que portara la espada sería elegido por los dioses para dominar el mundo.
Con el arma sagrada en su poder y el control absoluto de su imperio, Atila creyó comprender su destino.
El momento había llegado. El Azote de Dios estaba listo para avanzar... y el mundo temblaría bajo el paso de sus caballos.
Atila parecía invencible. Luego de otra guerra contra los romanos orientales en el año 448, logró poner a Constantinopla de rodillas. Los hunos tenían ahora el control absoluto de los Balcanes, así como de vastas regiones al este y al sur del Danubio.
Había perfeccionado el arte de extorsionar al Imperio romano. Ya no necesitaba blandir una espada: le bastaba con un gruñido o una amenaza velada para que los emperadores enviaran apresurados emisarios cruzando el Danubio, cargados de oro, joyas y súplicas de perdón.
Sin embargo, sus acciones durante este período comenzaron a revelar una faceta distinta: parecía estar perdiendo la paciencia, o quizá el juicio. Sus demandas se volvieron más severas, más excéntricas. Tal vez estaba probando los límites, queriendo saber hasta qué punto podía doblar la voluntad de los romanos antes de quebrarla.
Fue entonces, en julio del año 450, cuando una figura inesperada entró en escena: Honoria, hermana de Valentiniano III, emperador del Imperio romano de Occidente. De espíritu libre y voluntad indomable, Honoria se había convertido en motivo de vergüenza para la familia imperial tras ser sorprendida en una situación comprometedora con su mayordomo. El escándalo fue sofocado con brutalidad: el hombre fue ejecutado y Honoria obligada a casarse con un burócrata sin influencia.
Pero Honoria no había sido domesticada. En un acto desesperado, escribió una carta a Atila pidiéndole ayuda. Le envió su anillo y una propuesta extraordinaria: casarse con ella y rescatarla de su prisión dorada. Atila respondió de inmediato. Si se convertía en su prometido, exigía la mitad del Imperio romano de Occidente como dote.
Pocas propuestas de matrimonio han tenido consecuencias tan potencialmente catastróficas. Atila no dudó. Envió un mensaje formal a Valentiniano exigiendo la liberación de Honoria para poder casarse con ella.
El emperador, horrorizado, despachó una comitiva de embajadores rumbo a Hungría. Su mensaje era claro: Honoria no estaba disponible, ya era una mujer casada. Cada emisario llevaba consigo un cargamento de obsequios en un intento de suavizar el golpe diplomático. Atila aceptó los regalos, pero no la negativa.
Los enviados iban y venían, pero la crisis no se resolvía.
Al mismo tiempo, Atila exigió que se le entregaran varios fugitivos hunos que habían cruzado el Danubio buscando refugio en territorio romano. El emperador Teodosio insistía en que no había fugitivos en su imperio. Atila respondió con amenazas de guerra. Una vez más, se enviaron más embajadores, todos con sus correspondientes dádivas.
Pero Atila ya no estaba interesado solo en oro. Comenzó a rechazar delegaciones si los enviados no tenían el rango que él consideraba adecuado. En una ocasión se negó a recibir a un grupo de diplomáticos romanos, aunque insistió en que dejaran los regalos. Cuando se negaron, los amenazó con ejecutarlos.
El rey de los hunos no solo estaba probando el temple de los romanos. También estaba dejando en claro que el respeto, o más bien la sumisión, era el tributo más importante que exigía.
Imperio huno.
Ahora era inevitable que Atila y Aecio, su antiguo amigo y aliado, se encontraran en el campo de batalla.
En el año 450, esta posibilidad se convirtió en realidad cuando Atila anunció que iba a iniciar una guerra contra los enemigos tradicionales de los hunos: los visigodos. Alegaba que su campaña no estaba dirigida contra el Imperio romano de Occidente, pero el lugar de los visigodos era la Galia, y para los romanos, Galia seguía siendo parte del imperio.
Para los romanos, la perspectiva de que los hunos se apoderaran de Galia era impensable. Aecio no tenía la fuerza militar suficiente para enfrentarlos solo. Su única esperanza era convencer a los visigodos de dejar a un lado sus diferencias con los romanos y unirse contra su enemigo común.
Aecio aún reunía sus fuerzas en Italia cuando Atila marchó hacia el oeste desde las afueras de Hungría, encabezando un enorme ejército multitribal rumbo a la Galia central. Según los cálculos, la fuerza del ejército huno ascendía a medio millón de hombres. Este inmenso contingente cruzó el Rin en el año 451 d.C. El pánico se propagó como pólvora a medida que entraban en Galia. Ciudades y pueblos ardían, y las carrozas de madera de los hunos rebozaban con botines de saqueo.
A medida que los hunos avanzaban, encontraban ciudades vacías: sus ciudadanos huían aterrorizados. En mayo, el ejército de Atila llegó a la ciudad de Orleans, que resistió bajo sitio como ninguna otra. Finalmente, las fortificaciones cedieron.
Sin embargo, mientras los hunos entraban en la ciudad, un ejército combinado los tomó por sorpresa. El contingente romano, guiado por Aecio, y los visigodos, por su rey Teodorico, atacaron.
Sorprendido, Atila ordenó una retirada de cien millas hasta las planicies catalanas. Allí intentó reagrupar sus fuerzas. Coordinar esta mezcla de nacionalidades era difícil, incluso para un estratega como él. Mucho antes de lo esperado, romanos y visigodos lanzaron su ofensiva.
Los jinetes de Atila quedaron atrapados en medio de un frente de batalla de cuatro millas de largo. Inmovilizados, fueron incapaces de lanzar sus devastadores ataques de flanco. Encerrados por su propia infantería por un lado y por sus enemigos por el otro, los hunos caían por miles, al igual que los romanos y visigodos. La batalla comenzó por la tarde y se prolongó hasta bien entrada la noche. Finalmente, ambos bandos se retiraron: Atila hacia el sur, sus enemigos hacia el norte. El rey huno había sufrido su primera derrota seria.
A pesar de esto, su ímpetu no se vio afectado. Al regresar a Hungría, volvió a exigir que Valentiniano liberase a Honoria y le entregara la mitad de Italia como dote.
Valentiniano, por su parte, decidió desenmascarar a Atila. En la primavera del año 452 comenzó a sufrir las consecuencias. El ejército huno cruzó el Danubio y atravesó los Alpes Julianos rumbo al norte de Italia. Aecio no tenía esperanzas de detenerlo: su poderoso ejército aliado del año anterior se había disuelto tras la batalla de las planicies catalanas. Sólo pudo sugerir al emperador trasladar la capital a Galia, donde tal vez estaría a salvo por unos meses. Valentiniano rechazó la propuesta y decidió ir a Roma y rezar por lo mejor.
A medida que Atila avanzaba, ciudad tras ciudad caía ante su ejército. La mayoría, temiendo el salvajismo de los hunos, simplemente abría las puertas de sus murallas. Aquellas que se resistían eran arrasadas, y sus habitantes, masacrados.
El norte de Italia había caído ante los hunos. Parecía sólo cuestión de tiempo para que llegaran a Roma.
La única alternativa que les quedaba a Valentiniano y Aecio era enviar una delegación y suplicar por la paz. El destino del Imperio romano y del mundo cristiano estaba en juego. Decidieron no correr ningún riesgo: el papa León I encabezaría la delegación que viajaría al campamento de Atila. El jefe de la Iglesia católica romana fue enviado a encontrarse con «El Azote de Dios» para discutir los términos de un acuerdo.
Atila recibió al papa en su campamento a orillas del río Mincio. Según se cuenta, el encuentro fue cordial. Sus condiciones eran las habituales: tributos en oro y algunas otras medidas que los romanos difícilmente podrían cumplir. Cualquier violación del tratado le daría a Atila un pretexto legítimo para futuras invasiones. Finalmente, accedió a retirarse de Italia.
En realidad, es posible que su ejército estuviera siendo afectado por la peste. Además, el terreno italiano no era ideal para las tácticas de caballería, que constituían la gran ventaja de los hunos. Atila enfrentaba dificultades serias y, probablemente, aceptó cualquier compensación razonable que le permitiera salir de la península de forma segura, con su ejército intacto.
El encuentro del papa León I y Atila, de Rafael, en el que se puede ver a San Pedro y San Pablo apoyando al papa desde lo alto en su encuentro con el rey huno.
Los romanos creían que Atila accedía a retirarse por temor a la cólera del Dios cristiano. Pero la verdad era más mundana: sus caballos y carrozas estaban tan cargados de botines que la movilidad de su ejército se había deteriorado considerablemente. Y aunque despreciaba la civilización romana, no tenía interés en destruirla. ¿Por qué querría eliminar una sociedad que había sido, durante años, su mayor fuente de ingresos?
Atila estaba más que conforme con la retirada.
Atila guiando a su ejército (película).
A finales del año 452, más rico y poderoso que nunca, Atila regresó a su tierra. De inmediato comenzó a planificar una invasión al Imperio romano Oriental y una fastuosa boda. Una noble germánica llamada Ildiko lo había conquistado. Según se dice, era joven y hermosa.
El rey de los hunos, con 50 años, se casó con Ildiko un día de primavera del año 453. Como de costumbre, se realizó un gran festín, y la celebración duró toda la noche.
Atila fue encontrado muerto en su cama a la mañana siguiente, después de haberse permitido comer y beber en exceso. El gran rey sufrió una hemorragia nasal y se ahogó en su propia sangre. Otra teoría sostiene que fue envenenado por su reciente esposa, quien posiblemente había perdido a su familia en una de las invasiones hunas o podría tener alguna relación con Aecio, quien la envió para hacer lo que él no pudo.
Los hunos lamentaron la muerte de su rey rasgándose las vestimentas, cortándose los cabellos y mutilándose los cuerpos, ya que creían que su máximo líder debía ser llorado no con lamentos femeninos y lágrimas, sino con sangre varonil.
El cuerpo de Atila fue colocado en un ataúd revestido de hierro, oro y plata. El hierro representaba sus conquistas; el oro y la plata, los tributos recibidos por ambos Imperios romanos. A un lado de su cuerpo se encontraban su espada real, su arco y flecha, su lanza, y una gran cantidad de joyas y ornamentos.
Según la leyenda, su cuerpo yace en el fondo del río Tisza, en Hungría central. Miles de esclavos levantaron diques temporales para retener las aguas del río mientras se preparaba la tumba. Una vez que se colocaron los restos de Atila, los diques fueron desmantelados y las aguas del Tisza inundaron el fondo del río nuevamente, asegurando que el sitio de descanso eterno de este gran rey huno permaneciera en secreto para siempre.
Para los romanos, la muerte de Atila fue motivo de alegría. Los imperios se habían salvado. En Oriente, el emperador afirmó que Dios le había informado sobre el fallecimiento de Atila la misma noche en que murió. «Tuve un sueño –dijo– en el cual el arco roto del rey bárbaro fue traído ante mí». Cierta o no esta historia, su simbolismo es apropiado: ciertamente, el arco del huno estaba roto.
Tras la muerte de Atila, sus hijos asumieron el poder, pero ninguno demostró ser apto para llevar a cabo la tarea. Los hunos, que bajo Atila habían estado unidos como nunca antes, cayeron en el caos y la guerra civil.
Para el año 469 d.C., el Imperio huno era apenas un recuerdo.
Los estudiosos se han acostumbrado a ver los movimientos en la historia como conflictos este-oeste, pueblos bárbaros de Oriente amenazando la civilización occidental. Esa tal vez sea parte de la razón de la fascinación por Atila en los siglos subsiguientes.
Al igual que las aguas del río que inundaron el lugar de descanso final de Atila, las corrientes del tiempo y del mito revolotean alrededor de su legado. Al igual que su imperio, que desapareció junto al idioma de su tribu, la historia de su vida y de sus logros cayó en manos del pueblo que aterrorizó en vida.
En el mundo de habla inglesa, su figura es recordada como la de un bárbaro cruel y destructor. Las raíces de esta concepción pueden rastrearse hasta los historiadores católicos romanos, quienes comenzaron a escribir en contra de los hunos desde antes del nacimiento de Atila. En casi todas estas crónicas, Atila es culpable de atrocidades viles e indecibles abominaciones. Sus víctimas cristianas inocentes son salvadas por la intervención divina. Esta tradición continuó en el siglo XX, cuando, durante las dos guerras mundiales, los británicos usaron a los hunos como metáfora de los alemanes, un símbolo de la destrucción sin sentido que amenazó al mundo de habla inglesa.
En el mundo germánico, se ha conservado una idea muy diferente de Atila. Irónicamente, ha sido recordado de manera más favorable por aquellas culturas de los pueblos que él conquistó. En las épocas germánicas medievales, como en la canción de los nibelungos, fue representado como un rey pacífico y sin ambiciones, como un esposo y padre modelo casado con una mujer dominante. En Hungría, es un héroe nacional, un símbolo del pasado noble y orgulloso de la nación; aunque el pueblo húngaro de hoy sólo descienda en parte de los hunos.
Visto en el contexto de su tiempo, Atila fue un hombre de extraordinario talento que unificó una federación de tribus nómadas dispersas y la convirtió en una de las maquinarias militares más temibles y violentas de la historia. Después, con astucia y valor, usó esa maquinaria para rivalizar y conquistar a las grandes potencias de su época. Fue un líder que aprovechó al máximo las oportunidades que la historia le ofreció a él y a su pueblo. En este proceso, Atila el huno se elevó de una relativa oscuridad para convertirse en uno de los personajes más famosos e infames de la historia.
Por MysteryPlanet.com.ar.
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