El doctor Auguste Messen, profesor en la Universidad Católica de Lovaina trabaja poseído por el fervor y el entusiasmo en su laboratorio de Física Atmosférica. Messen investiga sobre las radiaciones infrarrojas en los focos luminosos en la panza de los misteriosos triángulos voladores detectados por la Fuerza Aérea belga. Messen confía en obtener prontos resultados. Mientras tanto, no deja de opinar sobre las hipótesis volcadas desde que la «ola OVNI» se abatió sobre Bélgica desde 1989.

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«La hipótesis extraterrestre no es absurda —sostiene—. Los mecanismos físicos y químicos fundamentales son universales y lo sorprendente sería que el hombre fuera un fenómeno único en el universo».

Pero Messen no esta solo. Forma parte de un gran grupo de investigadores científicos, militares y ufólogos belgas que aúnan esfuerzos para desentrañar uno de los mayores interrogantes en la actualidad: ¿qué son esos extraños objetos no identificados que se pasean impunemente por el cielo belga?

A lo largo de la oleada, el papel de las Fuerzas Armadas fue decisivo. El primer encontronazo con la prensa giró alrededor de varias frases cliché: si se admitía que la madre del «bebe furtivo» era el Pentágono, si los Ovnis descritos por los testigos tenían un parecido notable con aquellas aeronaves y si las observaciones continuaban, ¿qué significaba esa intromisión? ¿Quién la había autorizado?

La negativa de los militares a tomar en serio la posibilidad de que el espacio aéreo belga estuviera siendo sistemáticamente ultrajado por una nación aleada era terminante. Pero ¿para qué probar un prototipo experimental en un área densamente poblada, con el riesgo siempre latente de un accidente? Las proezas ilegales de eventuales superaviones de bandera norteamericana, ¿justificarían el shock que semejante noticia ocasionaría a nivel diplomático? ¿Estarían dispuestos los Estados Unidos a pagar un precio tan alto? ¿Y por qué sería Bélgica el país elegido para montar una operación tan delicada?

Frente a este ángulo del debate, el general Wilfried De Brower —número tres en la jerarquía militar belga— abandona toda ambigüedad. Para él, la sola idea de que la oleada tenga puntos de contacto con incursiones no autorizadas del avión furtivo se le antoja inadmisible: «tal hipótesis está excluida y las razones son varias. Primero, estos aviones (los F-117) no pueden detenerse en el aire. Segundo, tampoco pueden desplazarse a las velocidades descomunales a las que se refieren los testigos y si pudieran hacerlo es evidente que producirían muchísimo ruido. Tercero, los norteamericanos deberían obtener el permiso del ministro de Defensa para hacer sus experimentos sobre territorio belga y nunca hubo tal pedido».

De Brower basa sus conclusiones en las sorprendentes maniobras realizadas por los objetos no identificados que, durante la noche del 30 al 31 de marzo de 1990, mantuvieron en jaque a dos cazabombarderos F-16 enviados por la Fuerza Aérea belga en un procedimiento que debía interceptar e identificar a los intrusos. En esa ocasión, el objetivo fue alcanzado a medias: los radares captaron y calcularon los rendimientos de las misteriosas aeronaves. Y según las evidencias disponibles, en ningún momento lograron identificarlas.

«Uno de esos objetos —se asombra el alto jefe de la aeronáutica— se desplazó a una velocidad que para nosotros no es convencional... Primero lo hizo a una marcha muy lenta, después a una velocidad fenomenal en dirección a tierra. Veinte segundos de observación fueron suficientes para llegar a la conclusión de que hubo alguna cosa en el aire».

El tono de estas declaraciones —que concedió a Pierre Lagrange de la revista Ovni Présence— explica por qué ha sido el general De Brower uno de los principales promotores de la política de acercamiento con la Sociedad Belga para el Estudio de los Fenómenos Espaciales (Sobeps), que en su punto culminante permitió a los civiles consultar, de un modo casi irrestricto, el archivo Ovni de los militares. Más tarde Sobeps estuvo en condiciones de difundir un caudal de información que, de otro modo, hubiera permanecido fuera del alcance del público y comprobaron que la Fuerza Aérea sigue consternada, sin poder explicar la naturaleza de los elusivos fenómenos.

«Sobrevolaron las ciudades a baja altitud sin provocar ninguna perturbación notable y han demostrado tener inteligencia y una intencionalidad común», declaró el Profesor Auguste Messen, uno de los tantos científicos belgas que prestaron su ayuda a la Sobeps, desbordada por la fiebre platillista de aquel momento.

¿Pero qué pretendió el supuesto cerebro de esa supertecnología, que no hace otra cosa que dilapidar energía dando vueltas sin ton ni son? Nadie sabe qué responder y, como en la mayoría de estos incidente, siempre quedan más preguntas que respuestas.

¿Fue la oleada belga producto de una incursión extraterrestre, o se trató acaso de un ingenio ultrasecreto terrestre? Lo primero nos lleva al terreno de lo desconocido en donde la mente humana no tiene la capacidad suficiente para cuestionar ni entender las intenciones de una inteligencia superior extraterrestre. En cambio, la segunda opción presenta contradicciones graves o, al menos, poco sentido común. ¿De dónde salió esa tecnología? ¿Es acaso producto de la ingeniería inversa? ¿Quién probaría algo ultrasecreto a la vista de todo una nación poniendo en riesgo a la población civil?

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