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Nadie se explica cómo un enigmático castillo de coral en Florida pudo ser construido por un solo hombre, trabajando solo durante la oscuridad de la noche, sin valerse de ningún tipo de maquinaria moderna, y manipulando enormes bloques de hasta quince toneladas cada uno. En este artículo, nuestro colaborador Gustavo Fernández viaja al lugar para indagar el misterio in situ y establecer una extraña conexión...
El Castillo de Coral en Homestead, suburbio de Miami, en Florida, Estados Unidos, originariamente conocido como «Parque del Portón de Roca» fue construido, sin ayudantes, por Edward Leedskalnin, a quien le tomó veinte años completarlo, de 1920 a 1940.
Nacido en Letonia, falleció en Miami a los 64 años de edad. A los 26, Ed se comprometió con Agnes Scuffs, diez años más joven que él, a quien cariñosamente llamaba «Dulces Dieciséis».
El día antes de la boda, Agnes le anunció que había decidido no casarse con él porque era demasiado mayor para ella. Años después, Ed llegó a creer que fueron otras las razones para el rechazo: su falta de dinero, su falta de educación y, aún más importante, concluyó que ella amaba a otro.
Ed deambuló durante varios años por Europa, finalmente llegó a Canadá y, desde allí, a California y Texas. Trabajó en madereras y se involucró por lo menos en un traslado de ganado en Texas. Fueron estos empleos los que prepararon a Ed para la ardua tarea que enfrentaría más tarde cortando y trasladando bloques de coral que pesaban varias toneladas. Lo que hace asombrosa la tarea solitaria de Ed es que medía apenas un metro sesenta centímetros y pesaba poco más de cincuenta kilos.
Durante sus años de deambular, contrajo tuberculosis. Al enterarse que el sur de Florida tenía buen clima, llegó allí en 1919. Compró poco menos de una hectárea de tierra en Florida City, dieciocho kilómetros al sur de la ubicación actual, por el que pagó apenas doce dólares.
Aquí hay que explicar los procedimientos por los que este hombre, que después de todo con sus empleos eventuales no había acumulado gran capital, pudo amasar la discreta fortuna que le permitió no solamente dedicarse exclusivamente a la construcción del Castillo sino de no necesitar ninguna otra fuente de ingresos ni financiación, pues a partir de la apertura al público de su lar, él mismo cobraba una entrada de entre diez y veinticinco centavos de dólar, lo que nunca tocó y a su muerte permitió, a los nuevos propietarios, encontrar la suma de tres mil quinientos dólares, producto de esa «taquilla» a través de los años, entre sus pertenencias.
Hábil y astuto, Ed compraba acres de tierra (como ese primero mencionado; el que actualmente ocupa el Castillo —no es un hecho menor; ya había comenzado a construirlo en Florida City cuando decide mudarse y traslada lo edificado a su nuevo emplazamiento—) en pocos dólares, sin agua ni otros servicios. Los capitalizaba sumándole comodidades y luego los vendía, buscando siempre hacerlo no a particulares, sino al Gobierno o entidades oficiales (oficinas, destacamentos de policía, etc.) donde lo que se buscaba era determinado emplazamiento y no se regateaba el precio que él exigía.
Por razones que se desconocen pero se sospecha sentimentales, Ed escogió dedicarle a «Dulces Dieciséis» un castillo tallado en coral.
Esa zona de Florida está formada sobre una gruesa capa de coral, con una profundidad que alcanza casi unos ciento veinte metros en algunos puntos, y cubierto con pocas pulgadas de estratos de humus. Lo asombroso es haber cortado, trasladado y montado bloques enormes de coral por sí sólo y utilizando herramientas manuales. Los escasos vecinos y viandantes estaban permanentemente intrigados por el trabajo de él, especialmente —aunque parezca lo menos significativo— por sus muebles de coral, y es importante señalar que tanto en Florida City como en Homestead NADIE pudo atestiguar haberle visto en acción, pues sólo lo hacía de noche lo que, por obvias razones de iluminación, dificultaba más la tarea y agiganta el misterio.
Vivió en Florida City hasta 1930 cuando, en ocasión de comenzarse otra edificación casi colindante con su propiedad y dado su carácter ermitaño, decide mudarse al actual emplazamiento y desmonta, traslada y reensambla todo lo que había edificado hasta entonces, sobre un terreno de diez acres (unas seis o siete hectáreas) parte de las cuales ocupa y parte, años después, comercializa en la forma que hemos detallado.
Quedan algunas descripciones de cómo hizo, cuando menos, el traslado. Sobre el chasis de un viejo camión Republic, acostó dos rieles. Un amigo circunstancial tiraba de la estructura con un tractor, pero nadie le vio cargar o descargar. Parecía tener un sexto sentido que le advertía cuando alguien le espiaba, ocasión en que interrumpía abruptamente su trabajo.
Las numerosas mirillas en las paredes confirman su naturaleza sospechosa, casi se diría paranoica salvo que tuviera un motivo importante y concreto para estar en estado de alerta. Gruesos muros y portones de roca sólida reafirman su necesidad de privacidad.
En 1940, luego de finalizar las tallas interiores en su totalidad, dedicó un año intenso a finalizar los muros externos. Excavaba el coral de una cantera contigua a uno de los muros, aunque otros, de acuerdo a criterios que desconocemos, los traía desde largas distancias y, otra vez, aceptaba colaboración en el traslado, pero no en la carga y descarga. Dato: el peso del coral es de aproximadamente una tonelada por metro cúbico. Las paredes del Castillo son bloques de dos metros cincuenta centímetros, por un metro treinta centímetros por un metro de espesor, cada uno con un peso de seis toneladas mínimamente.
El Gran Portón que giraba sobre su centro de gravedad —apenas una clavija enterrada en el suelo, y que se descentró hace unos años, cuando los propietarios actuales del museo de sitio, tratando de comprender su funcionamiento, lo movieron de su eje sin poder colocarlo nuevamente en posición— pesa nueve toneladas y daba un giro de 360º apenas con el empujón de una mano. Nosotros mismos hicimos el experimento con otro portón, pequeño, triangular, de «apenas» tres toneladas, que gira y sigue girando sobre un pequeño buje metálico con sólo apoyarse literalmente sobre el mismo.
Ed era un tipo muy reservado. Permanentemente cerrado, para acceder había que tocar un timbre y una campana. El propietario se asomaba y, entonces y de acuerdo a un indecible aspecto que veía del curioso y su propio humor, decidía si franqueaba el acceso o no. Pero algo llamó inmediatamente mi atención y que creo —junto con otro «algo» sustancial del interior al que me referiré más adelante- se les ha escapado a tanto colega que anda por ahí.
A un lado de la entrada principal, sobre la pared, dice: «Toque dos veces». ¿Por qué dos? Si el visitante tocaba una, o tres, o cuatro, simplemente no le atendía. ¿Tiene que ver con un humor irónico aunque de dudoso gusto? ¿Apelaba a la obediencia puntillosa de quien quisiera entrar?
Yo pienso otra cosa. «Toque dos veces», la frase me hizo eco con una arcaica, respetada consigna de toda Sociedad u Orden Iniciática que dice: «el Adepto deberá llamar a la puerta del Templo tres veces». Esto no significa que quien quiera acceder al seno de una Logia, cual Sheldon Cooper metafísico, cuide de golpear estrictamente tres veces con los nudillos en la puerta de entrada, sino que significa que quien realmente quiere aprender debe ser consecuente e insistente, demostrando que lo suyo no es mera curiosidad circunstancial, sino verdadera búsqueda del Conocimiento. «Toque tres veces» significa que será puesto a prueba, que debe insistir, demostrar que tiene la perseverancia para que le sea abierta la entrada al saber. «Toque dos veces» es, según mi mirada una forma elíptica en que Leedskalnin se dirigía a quienes tuvieran ojos para ver.
Entre los ítems interesantes, varios llaman la atención al turista. La «mesa florida», un corazón dentro de otro corazón que —apelando siempre a la inevitable reminiscencia de «Dulces Dieciséis»— se dice que Edward había construido con la ilusión de tomar allí sus comidas con su amor.
Digamos aquí que la visita al castillo peca de una edulcorada exageración: según esa lectura, Ed estuvo hasta el final de sus días construyendo cada detalle del lugar pensando en y para su Agnes (que el sillón donde ambos se sentarían a platicar, que el sillón alejado para la suegra, que los sillones para los niños)... Salvo —no podemos descartarlo porque nada sabemos— que se tratara de una personalidad psicótica obsesionada con una persona, creyendo veinte años después que aún llegaría el día en que ella vendría o él iría por ella (cabe destacar que nunca realizó ningún otro viaje a Europa, ni demostró o comentó interés o planes para hacerlo), hay que preguntarse si esa referencia omnipresente a la adolescente amada no es más un homenaje un tanto naif a una historia romántica que a las verdaderas intenciones de su constructor. Claro que la historia y el lugar rinde dividendos: muchas parejas eligen celebrar allí sus bodas, tomando la «mesa florida» como altar.
Un tanto alieneado o no, el tipo era práctico y eficiente. Los sillones para lectura al aire libre —estuve descansando en uno de ellos, increíblemente cómodo— dispuestos de tal manera que al cambiar de posición durante el día con el desplazamiento del Sol se tiene la mejor iluminación y ángulo posible para lecturas. O el profundo pozo artesiano que provee de fresca agua potable, realizado con singular maestría y útil aún en la actualidad. O la bañera, dispuesta de tal forma que llena de agua por la mañana el espléndido sol de Florida durante el día hace que a media tarde el agua ya esté aceptablemente caliente y lista para un baño.
Pero hay cosas menos obvias que me llamaron poderosamente la atención. La reproducción de los planetas del Sistema Solar, ¿para dar lecciones de astronomía? ¿Simple y dudosa decoración? Hay un maravilloso reloj de Sol (o de Sombras, deberíamos decir) que entre las 9 de la mañana y las 5 de la tarde da la hora con precisión al cuarto de la misma. Pero aún más, el mal llamado «telescopio», en realidad, una mira para apuntar a través de una mirilla circular a una cruz de alambre dentro de un círculo que cuando «centra» la Estrella Polar indica con exactitud el Solsticio de Verano. Es el Telescopio Polaris.
La primer pieza está situada seis metros por fuera del Castillo. Tiene ocho metros de alto y pesa aproximadamente veinte toneladas. Tiene una abertura inclinada y dos alambres cruzados. La mirilla o parte interior del telescopio están situadas en la pared adyacente.
Detengámonos aquí. Era el sujeto un apasionado de la Astronomía, de eso no hay duda. Pero la precisión milimétrica de esa «guía de apunte» a la Estrella Polar... ¿Para qué? Era ya pleno siglo XX; sobraban medios más exactos y sencillos para saber, si es que le sirviera para algo, el inicio del Solsticio. Salvo que, como voy a proponer aquí y fundamentar después, ese acto tuviera más de ritual que de técnico.
¿De qué estoy hablando?
Lamento decepcionarles: no tengo la respuesta a cómo Edward hizo tamaña obra. He leído con alguna dificultad sus libros en inglés —folletos, en realidad; uno diría bastante misóginos y racistas— y tengo la impresión que encierran alguna clave, que su redacción, oscura, confusa por momentos, de una simpleza infantil en otros, es ex profeso y para desorientar (u orientar, en realidad) a quien tenga ciertas claves. Vi su cuarto de herramientas. Con razón Ed los llamaba sus «juguetes»: con ellos se puede jugar, mas no hacer semejante obra. Unas palancas, algún trípode, un par de poleas, no hay forma racional de emplearles para mover semejantes moles. Estuve en lo que fuera su habitación personal, el segundo piso, sólido, amplio, fresco, de la Gran Torre del castillo. Todo coral, en bloques monolíticos. Todo levantado por un solo hombre.
No, no tengo la «explicación» por ahora. Pero tengo algo: la convicción que Edward Leedskalnin era un esoterista, que practicaba rituales, realizaba sesiones de neto corte oculto, quizás adoraba entidades no tan afines a la idiosincrasia de esa ingenua América de principios del siglo XX.
¿Qué razones tengo para afirmar esto? «Toque dos veces». La «guía de apunte» Polar. Los «cuerpos astronómicos», en disposición más propia para la adoración (los imagino, oscuros, resaltando sobre el fondo absolutamente estrellado de noches sin iluminación artificial ni edificaciones en la zona).
Por cierto: junto al planeta Marte planta una palmera, como símbolo de su absoluta convicción que el planeta rojo alberga vida. El «Obelisco Egipcio» (así le llamaba): trece metros de altura, dos metros más sepultado bajo tierra, cortado, trasladado y erigido en un solo bloque: treinta toneladas.
Caminé entre esas obras monumentales y sentí, más que una reminiscencia de Keops, Cusco o Teotihuacán, los ecos de Rapa Nui (Isla de Pascua). Y lo digo porque a la pregunta de cómo, sin gran tecnología, pudo manipular esos colosos me remite a lo aprendido en la isla del Pacífico: el dominio del «mana», la sutil y omnipresente fuerza que los rapanui aún sienten presentes en sus moais, rituales, comidas y que ellos mismos señalan como «herramienta» para mover esos monstruos de roca.
Y esto: fue cuando nuestro guía, un amable y muy maduro caballero llamado Jim, nos señaló lo que quizás pasa desapercibido a la vista apresurada de tantos turistas.
Un altar...
Jim no lo llamó así, precisamente. Pero se detuvo, en su periplo explicativo, señalando que era un lugar frente al cual los visitantes decían que Ed se detenía, en silencio, durante algunos segundos... Hay quien dice (me lo comentaron en el salón de merchandising del museo) que las pocas veces que le vieron enojado era cuando algunos niños trataban de treparse al lugar. Parece un conglomerado azaroso de coral y concreto. Al mirarlo con detalle, uno ve incrustaciones y tallas. Unos caracoles de diverso tamaño, más arriba un rostro humano. Trazos como peces. Y bien abajo —si del mar se tratara, diría que casi llegando al fondo—, un Gran Rostro, «casi» humano, pero algo en él era inasiblemente repugnante...
Jim me sacó de mi ensimismamiento. Hablaba que suponían que el bueno de Ed había hecho ese rincón como una forma de ilustrar la «evolución de la vida», desde el mar hasta la superficie, hasta el hombre. Hubiera llamado la atención que en la secuencia faltaban unos cuantos eslabones, saurios, otros mamíferos, pero mis pensamientos estaban resonando por otros rincones...
Lo diré de una vez: hace años que tengo la fuerte sospecha que los Mitos de Cthulhu y toda la saga de Howard Phillip Lovecraft no es solamente una sucesión de relatos fantásticos de un misógino aburrido, fóbico del mar, del contacto con otras personas y del ulular del viento nocturno. Creo que empleó, dentro del puritanismo y fundamentalismo cristiano dominante en ese entonces, el marco de su literatura para transmitir un verdadero culto de entidades pretéritas y oscuras, los Primigenios, en guerra cósmica y permanente con los Dioses Arquetípicos.
Y —es pura especulación, por supuesto— creo que Edward Leedskalnin fue uno de sus cultores.
Para cuando Ed vivió y construyó su paraíso, Lovecraft estaba vivo y produciendo esa literatura —falleció en 1937—. El mar en general, y las costas de Florida en particular así como los pantanos —recordemos la proximidad de los Everglades, realmente muy, muy cerca— eran escenarios frecuentes de sus horrores cósmicos. Cthulhu, el epítome de sus monstruos, era un ancestral y poderosísimo ser marino, un tirano de las profundidades acechando víctimas en cuerpo y espíritu. Su horror emergía desde las profundidades, alcanzando al hombre.
Yo miraba el altar de Edward, y escuchaba un eco en mi cabeza diciendo aquello de: «porque no está muerto lo que yace eternamente, y con los eones extraños aún la misma muerte puede morir»…
Hablé de la Isla de Pascua, sí, allí, donde no tan lejos, se detecta ese misterioso fenómeno conocido como The Bloop, el cual, a su vez, está donde con exactitud casi terrorífica Lovecraft ubica a R’lyeh, la monstruosa, arcaica ciudad submarina de los Primigenios...
Escribió cinco pequeños libritos, sólo disponibles en inglés: Un libro en cada hogar (dividido en tres capítulos: Dulces Dieciséis, Examen Doméstico y Examen Político); Corrientes Magnéticas (donde quizás se encuentre las claves de cómo manejó esos bloques); y Vida vegetal, mineral y animal. Que escribiera sugestivamente sobre «vida mineral» demuestra no sólo sus creencias animistas sino, por extrapolación, su fuerte inclinación esotérica.
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4 comentariosa todos los genios de epocas pasadas en su momento fueron tratados como....hombres ,raros, reservados y hasta locos..ES QUE LA GENIALIDAD TIENE MUCHO DE LOCURA ...y las masas vulgares eso no lo pueden entender.saludos
Responderalgun link para los libros?
ResponderH.P. Lovecraft, Harry Houdini, Nikola Tesla, Edward Leedskalnin y acá en Argentina Carlos Idaho Gesell que creo un paraiso en un desierto... son de la misma generación o al menos contemporaneos! Es extraño... Lovecraft y Houdini eran amigos e incluso escribieron juntos. Que relación habia entre todos ellos o que conocimientos tenian que nosotros no? Alucinante.
Responder
2:55
ampliando el enigmatico tema...https://www.bbc.com/mundo/noticias-38287459
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