La Gran Esfinge ha permanecido durante más de cuatro milenios agazapada al pie de la meseta de Giza. El guardián de las majestuosas pirámides que se yerguen unos metros más arriba ha sobrevivido a la erosión del viento, las prácticas de tiro de soldados extranjeros o las hogueras del fanatismo. Desde hace algunas semanas unos andamios metálicos se elevan por su rostro mutilado en busca de cura para pecho y cuello, las partes más dañadas de su esqueleto.

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«La zona más débil se concentra alrededor del pecho y el cuello. El objetivo es añadir más mortero en esas áreas y reemplazar algunos bloques de la parte norte de la estatua para proteger la piedra madre», relata desde la falda del gigante el egiptólogo Mansur Breik, director del Medio Egipto del ministerio de Antigüedades. Todo en su figura de félido acostado resulta colosal: se alza por encima de los 20 metros; unos 57 metros separan sus garras delanteras de la cola y solo la cabeza mide 5 metros.

Su última restauración tuvo lugar en octubre de 2010, unos meses antes de que la agitación política sacudiera la tierra de los faraones. Desde entonces, la Gran Esfinge había permanecido alejada del quirófano suspirando ante la esmirriada legión de turistas que se aventuró por su árida geografía.

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