Para muchos, una ciudad mitad mito y otro tanto realidad. Su grandeza, su destrucción y el famoso Caballo de Troya siguen siendo los grandes enigmas de esta legendaria urbe a la que cantó Homero en su célebre Ilíada.

El caballo de Troya ha sido representado en varias películas de Hollywood.

«¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido por el poder ni por el deseo de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de vuestras ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las esposas y a los tiernos infantes de los troyanos...», fueron las palabras que el gran caudillo troyano Héctor, «el de tremolante casco», dirigió en vísperas de la batalla a sus aliados que combatían contra el acoso griego, según cuenta uno de los capítulos de La Ilíada —la obra de Homero donde se da cuenta del sitio y destrucción de Troya—.

Pero, ¿qué fue Troya? Nombrarla equivale a evocar una ciudad situada a horcajadas entre la realidad y el mito; una leyenda cuyos destellos iluminaron la imaginación de muchas generaciones; una guerra de diez años, tan célebre como feroz, que dejaría en ruinas a esa urbe inmortal.

Sin embargo, hasta el día de hoy continúan alzándose algunas voces que cuestionan desde el presunto emplazamiento de las ruinas troyanas, en la costa turca del Asia Menor, hasta la existencia de la ciudad legendaria (y de su máximo cantor, Homero). Inclusive, su destrucción abre aún hoy un sinfín de interrogantes, pese a la famosa artimaña del caballo de Troya, en cuyo vientre un puñado de soldados griegos encabezados por el valeroso Diomedes atravesó sus murallas al despuntar el alba.

Y por si no bastara tanto enigma, se han descubierto varias Troyas, una encima de la otra. A la que se suma otra teoría, más reciente, de un filósofo mexicano, Roberto Salinas Price, que se despacho con la sensacional afirmación de que Troya no habría estado en Asia, en el valle delimitado por los ríos Escamandro y Simois, sino a orillas del Mar Adriático. Nada menos que en la actual Yugoslavia...

El juicio de Paris. El cual fue el detonante de la guerra de Troya.

Todo había empezado cuando al apuesto París, uno de los cincuenta hijos del rey troyano Príamo, y hermano de Héctor y de la vidente Casandra, el dios Zeus le ordenó una engorrosa misión; dictaminar cuál era la diosa más bella entre Hera, Atenea y Afrodita. Paris se inclinó por esta última, que, dicho sea de paso, lo había sobornado prometiéndole el amor de Helena de Esparta, la mujer más hermosa del mundo entonces conocido. Pero había dos factores en contra de tales amoríos: Helena era griega y por añadidura, estaba casada con el rey espartano Menelao. Lo cierto es que al entregar la manzana «de la discordia» a Afrodita, en premio a su triunfo en el primer certamen de belleza de la historia, Paris se ganaba la venganza de las deidades despechadas. Y daría cumplimiento, así, a la profecía según la cual Troya sería destruida por su causa.

Ocurrió, en efecto, que Atenea y Hera persuadieron a Príamo a que enviara a Paris a la corte de Menelao: presa de una fulminante pasión por Helena, Paris la sedujo y raptó, llevándosela a Troya. Menelao, su hermano Agamenón, rey de Micenas y Ulises, se asociaron para rescatarla. Primero reclamaron la devolución de la joven, lo que les fue negado. Todos los príncipes griegos se conjuraron entonces contra la insolencia troyana. Se desató así la Guerra de los Diez Años, en la que hasta aquellos dioses volubles y rencorosos participaron ayudando o saboteando a unos y a otros.

Otras versiones del mito juran que Zeus estaba harto de tantos hombres sobre la tierra, y provocó una «guerra depuradora».

Hasta hace relativamente poco tiempo no habían salido a la luz pruebas creíbles sobre la existencia de Troya, o de las varias Troyas superpuestas. Ni sobre su arrasamiento. Ni su localización geográfica. Las exploraciones llegarían a contar hasta nueve Troyas destruidas y reedificadas unas sobre otras: la sexta, de la que aún subsistían las fuertes murallas de piedra rectangulares, sería la saqueada por los griegos en el siglo XII antes de Cristo. Más exactamente: hacia 1260 a.C. La novena capa correspondería a una época muy posterior, a los tiempos del Imperio romano.

El asedio de Troya duró una década. Y aquí hay otro misterio: según Homero, los griegos en ningún momento bloquearon la urbe sitiada; no interceptaron sus provisiones; tampoco intentaron derruir sus fortificaciones; acamparon inclusive bien lejos de la ciudad. Eso sí: constantemente los bandos rivales se hostigaban y trenzaban en salvajes enfrentamientos. Los carros estremecían la tierra al mando del auriga. Por todos lados las piras de cadáveres humeaban oscureciendo el día; más allá, una pelea entre decenas de soldados podía interrumpirse bruscamente para admirar el duelo personal. Por ejemplo, cuando Aquiles atravesó con su pica el cuello de Héctor, atando luego su cuerpo al carro cuyos caballos azuzó.

Cuenta Homero: «Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el suelo; la cabeza, antes tan graciosa, se hundía en el polvo. Porque Zeus la entregó a los enemigos para que allí, en su misma patria, la ultrajaran».

Zeus, al igual que Atenea, se había entrometido para sellar el fin del comandante troyano. Un fin no muy diferente del que tendrían otros guerreros como Patroclo, Polidoro y el mismo Aquiles.

En cuanto al fin de Troya, las enciclopedias recuerdan que Ulises aconsejó pactar un falso armisticio con los troyanos, quienes recibieron alborozados la proposición. Entonces Ulises, en testimonio de amistad, les ofreció un gigantesco caballo de madera explicándoles que era una ofrenda a los dioses. Para entrarlo a la sitiada Troya fue preciso derribar todo un sector de la muralla. En su entraña aquel caballo alojaba a un puñado de griegos, que al llegar la noche abrieron las puertas de la plaza: el amanecer vio a los sitiadores dueños de la ciudad.

El bucanero de la arqueología

Aquí entra en escena un personaje singularísimo, el arqueólogo aficionado y aventurero alemán Heinrich Schliemann. El llamado «el bucanero de la arqueología», que vivió entre 1822 y 1890. Trabajó en una tienda siendo adolescente; se embarcó como peón de limpieza en barcos mercantes, naufragó, y en Holanda se dedicó a los negocios, incluyendo contrabando de té. A los 36 años había amasado una fortuna.

Su descomunal energía se volcó luego al estudio apresurado de la arqueología. Y ya en 1868 hundió la pala por primera vez en donde La Ilíada imaginó a Troya: al pie de dos manantiales, uno caliente y el otro helado, que fluyen al río Escamandro. Pero allí no encontró ni rastros de la metrópolis del rey Príamo. Fue recién en 1871 cuando este «Sherlock Holmes» de la antigüedad clavó la zapa en Hisarlik, una pequeña colina a unos cinco kilómetros de la costa egea. Precisamente, en medio de los ríos Escamandro y Simois, y en la semiárida región más tarde bautizada Tróade.

Heinrich Schliemann fue quien descubrió Troya.

El increíble Schliemann comenzó por abrir una larga zanja con tal ímpetu que, de entrada, arrasó parte del primer nivel: unas ruinas de la época neolítica, de la que sólo quedaban algunos habitáculos y restos de hachas y cuchillos de piedra. El arrojado explorador alcanzó a identificar otras cuatro ciudades, la segunda de las cuales contando desde el plano más profundo pertenecía ya a la Edad de Bronce. Se la dató aproximadamente entre los años 3.300 y 2.500 antes de Cristo. Pero Schliemann quedó convencido de que esa era la Troya de Homero. Eran notables los vasos de plata y bronce hallados allí, al lado de diademas, puntas de lanzas, pendientes, y otras joyas de oro así como lingotes de cobre y plata. El entusiasmo del germano no tenía límites: cuando descubrió esos adornos preciosos en 1873, creyó haber hallado «el tesoro de Príamo». Para protegerlo de las manos de burócratas y ladrones, y poder sacarlo clandestinamente de Turquía se lo fue entregando a su segunda esposa, Sophia Engastromenos, de solo 17 años.

Sería Dörpfeld, el ayudante y continuador de la labor schliemanniana, quien identificó la verdadera Troya homérica como la sexta, o más seguro la séptima de las encontradas sucesivamente. En total, apenas se trataba de unas pocas docenas de viviendas en una superficie también irrisoriamente pequeña: sólo 139 metros en su lado menor, y 183 en el mayor. Dimensiones que, por su vulnerabilidad, tornan todavía más conmovedora —pero también más enigmática e intrigante— la serie de acontecimientos allí ocurridos.

La maravillosa gesta troyana, transcurridos más de treinta siglos, continúa agitando la imaginación y el espíritu, del mismo modo que todavía agita sus playas el viento que sopla sin cesar entre las altas hierbas; un viento que no existe en ningún otro punto de esa zona, y que ya Homero describió. Un viento en cuyo hálito Aquiles sigue arrastrando el cadáver de Héctor, frente a las murallas de la «invencible» Troya.

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